Una mañana de verano, en los años 90 en Nueva York, acepté con agrado la invitación de mi hermano Gustavo Peña para asistir a una retrospectiva del pintor español Salvador Dalí, en el Museo de Arte Moderno. Su deseo era poder contemplar de cerca la pintura La persistencia de la memoria, donde los relojes se derriten marcando el tiempo que agoniza. El cuadro formaba parte de la exposición.
Acepté, aunque habría ido con más gusto si los artistas hubiesen sido Pablo Picasso o René Magritte.
Después de una larga fila, pudimos entrar a una sala abarrotada de personas, donde apenas se podía caminar. Los visitantes hacían comentarios en voz baja, como si el lugar fuera un santuario y no un espacio donde se exhibe arte. Algunos acercaban el rostro, como si fueran un zoom de cámara, para observar de cerca las formas y trazos casi perfectos del genio español.
Yo miraba más a las personas que a las obras, porque estas ya las había visto. Me esforzaba por escuchar los comentarios cuando alguien lograba interpretar las imágenes dramáticas de un campo de batalla con caballos, perros y soldados muertos plasmados en el lienzo, que al observarlas desde más distancia, se transformaban en el desnudo de una hermosa mujer.
También en la colección estaba la pintura de una sala de casa con cortinas y muebles, que en realidad era el rostro de una muñeca con dos trenzas. Colores y trazos con matices que reflejaban cosas y formas irreales. Así pinta Salvador Dalí.
Como por un impulso de locura, abrí los brazos y grité:
—¡Genial, genial!
Aparté a las personas que estaban delante de mí y caminé hacia un lateral de la pared, donde estaba la caja eléctrica con los interruptores. La abracé con pasión.
—¡Qué obra de arte! —dije admirado.
Al darse cuenta de que era una broma, todos rieron a carcajadas. Era una simple caja eléctrica pegada a la pared, que yo tomé en cuenta en una actitud satírica. Pero si esa caja eléctrica hubiera sido colocada en ese lugar por el curador del museo, con un título y la firma de Salvador Dalí, habría sido considerada la obra de arte de un genio, susceptible de análisis y contextualización con argumentos que le darían valor. Muy probablemente, hoy costaría millones de dólares.
Desde el Renacimiento, el arte ha experimentado procesos evolutivos, necesarios y a veces obligatorios, que rompen con lo establecido, creando nuevas estéticas, estilos, propuestas y respuestas. Pero en otras épocas ha quedado rezagado, manipulado, ha involucionado, y algunos estilos han sido prostituidos, invadidos por estafadores, como ha ocurrido con el arte abstracto.
Este estilo fue creado a principios del siglo XX, en 1906, por Hilma af Klint, y no por Wassily Kandinsky, como se pensaba. A diferencia de los estilos y técnicas tradicionales, que partían de formas, figuras y colores aplicados, en el arte abstracto no se presentan cosas concretas. Pero sí existe una técnica pictórica, realidades apreciables, un lenguaje y una intención del artista que permite que la pintura se explique por sí sola. Esa es una de las características indispensables de una verdadera obra de arte.
Sin embargo, el arte abstracto, al igual que el figurativo, también ha sido aprovechado por muchos farsantes y mediocres del pincel, que embadurnan lienzos con colores primarios desarmonizados y caóticos, y se definen como pintores abstractos o figurativos.
Está registrado que la modernidad fue un período muy fecundo, con grandes pintores y estilos que enriquecieron no solo la plástica, sino también la arquitectura, la moda, la joyería, la cerámica y el estilo de vida, gracias al aporte de los grandes maestros del arte.
A principios del siglo XX, el artista francés Marcel Duchamp intentó revolucionar el valor y la estética del arte, utilizando objetos simples y de uso cotidiano, y mediante un análisis conceptual, darles valor como obras de arte. Su enfoque centraba la creación en el lenguaje, la reflexión y las emociones, sin limitarse solo a la pintura y la escultura tradicionales.
Para Duchamp, la creación no era solo manual; era conceptual. Elevar un objeto cotidiano a obra de arte era un acto de voluntad del artista, como si fuera un dios. Interpretaba el arte como un acto de libertad extrema y absoluta.
En 1917, con ese poder autoasignado, exhibió una pieza titulada La fuente y la firmó “R. Mutt”. Era un simple urinario encontrado en la basura. En 2020, ese urinario se subastó en 1,762,500 dólares.
También elevó una pala de nieve a escultura, así como otros objetos sacados de la basura, que hoy se exhiben en museos de arte moderno alrededor del mundo. Para Duchamp, el valor del arte residía en los conceptos y en la percepción del observador: una concepción puramente mental y subjetiva.
Convencidos de la importancia vanguardista de Duchamp, varios artistas de la época se unieron a su visión: el norteamericano de origen judío Man Ray, el alemán Kurt Schwitters, Andy Warhol, entre otros, conformando lo que se llamó “El grupo del Café Voltaire”.
Las salas de exposiciones y museos comenzaron a llenarse de objetos reciclados: instalaciones, pirámides hechas de rollos de papel sanitario y ladrillos, tres sillas y una foto de las tres sillas, una rueda de bicicleta sobre un banco, botellas de Coca-Cola, ceniceros con cigarrillos consumidos, la huella de un dedo estampada en papel. Cosas en desuso, sacadas de la basura, que al ser tocadas por las “aceitosas y sagradas manos” del artista, se transformaban, por decreto, en obras de arte. Justificadas, además, con planteamientos sofistas del propio artista o de algún crítico.
Se abrieron espacios en exposiciones por todo el mundo, hasta llegar al más absurdo extremo del arte conceptual, cuando en 1961, el pintor italiano Piero Manzoni llenó 90 latas con su propio excremento, las etiquetó como Latas de mierda y les puso un precio equivalente a su peso en oro. Es decir, se vendían al precio en que se cotizaba el oro en ese momento. Si alguien abría una, perdía su valor.
Lo más insólito: en 2007, una de esas latas se vendió por 124 mil euros. Las demás se exhiben hoy en museos como la Tate Modern, el Centre Pompidou en París y el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA).
Para Manzoni, todo lo que salía de él o tocaba se convertía en arte… y muchos le creyeron. En otra de sus exposiciones, vendió huevos hervidos con su huella digital impresa. Afirmaba que quien comía esos huevos, defecaba arte. Todos también se vendieron.
Algunos críticos interpretaron lo de las latas como una crítica a todo el arte conceptual, comparándolo con excremento.
El concepto de arte conceptual puede encontrar respuesta en la dialéctica postestructuralista del filósofo francés Jacques Derrida y su libro La deconstrucción. Según Derrida, el marco determina la obra y la define. Pero no se refiere al marco de madera que rodea la pintura, sino al espacio estructural donde se exhibe: el museo, la galería o incluso la sala de la casa de un rico.
Para los artistas conceptuales, cualquier objeto o cosa que se exhiba y produzca emociones, enmarcado dentro de una estructura, es arte, aunque siga en su estado natural. Estos artistas son recolectores de cosas, a las que intentan dar sentido y valor a través de un discurso, sin alterar sus formas. Muy diferente a lo que hizo Pablo Picasso en la Francia ocupada por los nazis, donde, ante la escasez de materiales para pintar, recogió metales de la basura, los deconstruyó y los transformó en formas humanas: piezas geniales y únicas, que tuve la oportunidad de ver maravillado hace un año en el Museo Guggenheim de Bilbao, España.
Para definir este circo del arte conceptual, el artista y crítico español Antonio García Villagrán ha acuñado el término hamparte: arte de hampones, sin talento ni valor real, que se justifica con discursos aunque estos no digan nada de la obra. Y, además… se vende.
Todos estos antecedentes son los que han creado las condiciones para que una simple mantita de palma, comprada en una tienda de plantas, ocupe un espacio enmarcada en el Museo de Arte Moderno de República Dominicana. Y que el jurado de una bienal construya un discurso lleno de emociones y mentiras, para que luego un encantador del arte la convierta en escultura… y le otorgue un premio.
Sería mucho más memorable si, para darle valor estético agregado, esa palmita fuera abonada con un poco del excremento contenido en una de las latas de Piero Manzoni.
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