Ha muerto Vargas Llosa. Estas cuatro palabras contienen un profundo dolor para mí, para el ser humano y el escribidor. He tenido que dejar pasar un tiempo para que la noticia se asentara en mi mente. No por sospechado, el hecho duele menos. (Sabía ya que algo pasaba, por las insinuaciones de un amigo que era su amigo, pero que no se atrevió a revelarme qué pasaba, o él mismo no lo supo a ciencia cierta). Mas, conociendo al personaje, cuando dijo que abandonaba su histórica columna de El País, Piedra de toque, me puse definitivamente en alerta. ¿Cansancio, hastío? Difícil. Su pluma era su vida. Algo debía impedírselo, algo grave y terrible, que no era la vejez.
Porque sí, nacido en 1936, el genio de Arequipa se nos había vuelto ya un anciano. Es la ley natural. ¡Pero qué anciano magnífico! Belicoso hasta el fin, lúcido hasta el dolor, se nos fue a los ochenta y nueve, ojalá que escribiendo, como siempre soñó. Habría amado que llegara, por lo menos, a los noventa y cinco. En el mundo de hoy ya no es tan difícil. Saberlo respirando habría bastado, por lo menos, para que el universo literario fuese menos opaco. Su partida deja en orfandad física —que no espiritual ni creativa— a miles, acaso millones de personas que, como yo, nos alimentamos de su fino intelecto por décadas.
Ese vasto universo que creó, donde la literatura era, más que nada, un coto absoluto de libertad, de disidencia, de plenitud, será difícil de igualar. No sé qué edad tendría cuando leí por primera vez el prólogo de su compilación de ensayos breves La verdad de las mentiras. Las reflexiones que compartió allí, no solo sobre la creación literaria, sino sobre las sociedades, descorrieron un velo de mis ojos que no volverá a nublarlos jamás. Le debo eso también.
Cada vez que llegaba al final de esas líneas, y leía: Barranco, 1983 (el año de mi nacimiento), se me desencajaba la mandíbula de asombro. ¿Cómo era posible que mientras uno respiraba por primera vez, ya este hombre discurriera con tal lucidez, belleza, fuerza argumentativa, empuje y corazón?
En ese prólogo, cuya lectura sigo recomendando fervientemente a amigos, a alumnos, a familiares, a enemigos, habita de forma prístina la explicación de lo que pasó, y pasa, con Cuba, lo que han hecho con ella, y con todas las sociedades «cerradas», que han sido y son, del incario acá. Cada línea revela una verdad como un mazazo. Verdades «incontestables», como suelo decir, en torno a todo lo que, supe entonces, sería también mi vida: la literatura y sus derroteros; sobrevivir a una dictadura… Ese prólogo, acaso exagere, parece dictado por la divinidad, y como todo buen texto fundacional o «sagrado», contiene más dudas que certezas. Así debe de ser.
Eduardo (el Chino) Heras León, mi padre literario cubano, fue quien me habló primero del peruano. Comenzó con cautela, como suele hablarse de él allá, pero no pudo contener la pasión por mucho tiempo. Lo leímos entonces «callandito», con culpa, y ni siquiera así jamás decepcionó. Fue el propio Chino quien nos citó una vez, a mi amigo Ernesto Morales y a mí, en su casa habanera, y como quien se prepara dulcemente para cometer un sacrilegio, sacó de un anaquel un libro misterioso y lo mostró ante nuestros ojos anhelantes: Conversación en la catedral, dijo, con una gran sonrisa. «Espero de todo corazón que lo devuelvan, hijos. Está firmado por él». «Esta es una de las grandes novelas de este siglo», remató, enfático.
El propio Chino solía contarme una anécdota sobre su inigualable compilación literaria Los desafíos de la ficción, que posee mucho material del peruano. La historia, exquisita como todas las que contaba con gracia inimitable, involucraba a Fidel Castro, a él mismo y a Vargas Llosa. Resulta que cuando Castro comenzó con la idea de los programas televisivos «Universidad para todos» —el primer curso lo lideró Eduardo (luego muchos de esos materiales entraron a la compilación)—, ocurrió que en una de las largas reuniones que sostuvo con Fidel —por ese entonces obsesionado con esa idea de la universidad en TV—, el Chino tuvo que decirle una verdad que lo preocupaba demasiado y que tenía que revelarle:
—Comandante —le dijo, reuniendo todo el aplomo que encontró—; aunque sabemos la posición de Mario Vargas Llosa con respecto a la revolución… debo confesarle que no hay modo posible de hacer un curso de esta naturaleza, ni de compilar un libro, sin mencionarlo…
Castro se puso en alerta, inclinó la cabeza hacia un costado y se mesó la barba.
—¿Ah, sí? —preguntó finalmente, con un rescoldo de ira en la voz, quizá recordando las potentes denuncias del peruano contra su gobierno—. ¿Y eso por qué? ¿Por qué hay que mencionarlo sí o sí?
—Comandante…, la razón es sencilla: nos guste o no, Mario Vargas Llosa es el técnico vivo más grande de nuestro idioma. No solo eso, ha teorizado sobre el tema, tiene libros imprescindibles, inventó o llevó al extremo procedimientos narrativos que nadie, hasta él, había logrado…
—¡Coño! —dijo Fidel, dando un ligero manotazo sobre la mesa. Enseguida, miró al Chino directo a los ojos, donde solo encontró, como siempre, verdad y ética sin resquicios—. ¡Pero este hombre es nuestro enemigo jurado, un calumniador, un cabrón…!
Eduardo tragó en seco y los otros miembros de la mesa —funcionarios, autoridades culturales— se revolvieron en sus asientos. Algunos comenzaron a sudar. La cosa se complicaba. Todo el proyecto podía venirse abajo, o contener imperdonables omisiones que, a la larga, lo destruirían. El silencio era absoluto. El Chino iba a alegar, pero Castro se paró de pronto y dio un par de paseos por la sala, retorciendo su barba.
De pronto, se paró detrás de Eduardo y le puso las manos en los hombros. Los dedos eran largos y las uñas brillantes y puntudas.
—¿Y tú dices que este tipo es el técnico vivo más grande de la lengua? —preguntó, reconcentrado, como para sí mismo, en una evidente batalla que se libraba en su interior.
—Lo es, comandante… —dijo Eduardo, sin titubear.
—¡Bueno! —dijo al fin, resignado, con una sonrisa que liberó toda la tensión del momento—. ¡Qué le vamos a hacer! Si es el técnico más «grandeee» del castellano, menciónalo, pero no me le des mucho bombo y platillo a ese bribón…
El Chino hacía esa historia y siempre le agregaba deliciosos detalles. El curso de televisión se dio, y fue un éxito rotundo. La compilación Los desafíos de la ficción, que podría haberlo hecho millonario y que nunca le reportó ni un peso, también. Mil trescientas páginas de puro conocimiento literario impresas una y otra vez por orden directa de Fidel Castro, al que le valían madre los conflictos por derecho de autor, que Cuba nunca pagó, y que el peruano, por supuesto, jamás autorizó.
Ahora, que han muerto ya los tres protagonistas de esta historia, podemos comprender a cabalidad el privilegio de haber sido contemporáneos de hombres tales.
El marqués, que se marchó el último, y es quien nos inspira estas líneas, fue así, de los extremos: uno podía amarlo o aborrecerlo, pero nunca excluirlo, ni ignorarlo. Fue demasiado grande para eso, y, como todo grande, aunque no se ufanara de ello —pues fue un hombre trabajado finamente por la cultura— tenía conciencia plena de su grandeza, y la ejercía. No hace mucho vivimos el «milagro» de que la Academia Francesa de la Lengua rompiera tres reglas «inamovibles» para incorporarlo y volverlo un «inmortal».
¿Alguien del que tengamos noticia, en todo el orbe —exceptuando a los sires que ha prodigado Inglaterra—, ganó nada menos que un marquesado por batirse con la página en blanco, por escribir novelas? Varguitas lo logró. El rey Juan Carlos I de España, hoy rey emérito, lo nombró Marqués de Vargas Llosa. Él lo tomó con humor: «Los cholos hemos llegado a la aristocracia española», bromeó. «[Pero] yo nací plebeyo y voy a morir plebeyo, a pesar del título».
Ya el peruano no está físicamente, pero ¡cuánto deja!: una obra literaria monumental, unos ensayos que penetraron hondo en la condición humana, un legado de pensamiento, de fuego imaginativo y de belleza, un potens para la creación y la libertad verdadera sin condicionamientos ni coyundas.
Otros se ceben en sus yerros humanos, en sus absolutos, en su defensa a ultranza de algunas posiciones que en el mundo de hoy hieren a tantos espíritus canijos. Yo me quedo con todo lo demás y, sobre su obra, seguiré creando y enseñando a plenitud convencido de que, como él mismo dijo: «una vida sin literatura sería horrible, siniestra, despojada de las experiencias más ricas y diversas, una rutina intolerable, [pues] en la fantasía, al menos, los libros que hemos leído e inventado, en los que hemos creído, nos [defenderán] de la desaparición definitiva y final…».
¡Vive entonces por siempre, mi admirado marqués, y que la muerte te sea leve, levísima, como este mismo adiós!
Santo Domingo, 26 de mayo de 2025, 11:48 a. m.
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