A mi padre Jacobo Chahín Muffdy, emigrante y combativo palestino.
La tierra que hoy conocemos como Israel y Palestina ha sido desde la antigüedad un espacio de convergencias, disputas y herencias compartidas. Mucho antes de que existieran los estados modernos, este territorio era conocido como Canaán y albergaba a tribus semíticas, cananeos, filisteos y hebreos que dieron forma a las primeras civilizaciones agrícolas y urbanas de la región. Hacia el primer milenio antes de nuestra era surgieron los reinos de Israel y Judá, gobernados según la tradición bíblica por figuras como Saúl, David y Salomón, cuya experiencia política y religiosa marcó un punto de partida para la identidad judía. Las invasiones asirias y babilónicas fragmentaron estos reinos, provocando exilios que forjaron una conciencia de pueblo disperso, mientras el retorno bajo el dominio persa y las posteriores dominaciones helénicas y romanas añadieron capas de mestizaje cultural y de tensiones espirituales. La destrucción del segundo Templo de Jerusalén en el año 70 d. C. por las legiones romanas provocó una diáspora judía que, aunque extendida por Europa, el norte de África y Oriente Medio, nunca rompió del todo el vínculo simbólico con la tierra de sus antepasados. Bajo el Imperio Bizantino la región se consolidó como centro de peregrinación cristiana, y tras la expansión árabe del siglo VII pasó a formar parte de los califatos islámicos, que introdujeron el árabe como lengua dominante y el islam como religión mayoritaria sin eliminar la presencia de comunidades judías y cristianas. Durante siglos, pese a tensiones episódicas, judíos, musulmanes y cristianos compartieron mercados, barrios y costumbres en ciudades como Jerusalén, Hebrón, Gaza o Jaffa, alimentando una cultura de convivencia relativa que dejó huellas en la arquitectura, la gastronomía y las tradiciones.
Las Cruzadas europeas de los siglos XI al XIII alteraron este equilibrio con la creación de efímeros reinos latinos, pero el control musulmán se restableció bajo los mamelucos y luego bajo los otomanos, que gobernaron desde 1516 hasta el fin de la Primera Guerra Mundial. Durante la administración otomana, Palestina fue una provincia más del imperio, con aldeas agrícolas, ciudades portuarias y centros religiosos donde la diversidad persistía dentro de un orden jerárquico. El siglo XIX, sin embargo, introdujo nuevas fuerzas. Por un lado, el debilitamiento otomano atrajo el interés de las potencias europeas, que competían por influencia estratégica; por otro, el nacionalismo moderno y el antisemitismo europeo dieron origen al sionismo, movimiento político que propuso el regreso de los judíos a su antigua patria para fundar un hogar nacional seguro. A finales del siglo XIX comenzaron las primeras oleadas de inmigrantes judíos, que adquirieron tierras y establecieron asentamientos agrícolas. Para la población árabe local, mayoritaria y profundamente vinculada a la tierra, esta inmigración representó una amenaza a su predominio demográfico y a su modo de vida, sembrando las primeras semillas del conflicto contemporáneo.
La Primera Guerra Mundial cambió radicalmente el mapa. El Imperio Otomano fue derrotado y Gran Bretaña recibió de la Sociedad de Naciones el Mandato sobre Palestina. En 1917, la Declaración Balfour había prometido el establecimiento de un “hogar nacional judío” sin menoscabar los derechos de las comunidades no judías, una fórmula ambigua que generó expectativas irreconciliables. Durante el Mandato Británico (1920-1948) la inmigración judía aumentó, se organizaron instituciones políticas de ambos pueblos y estallaron disturbios que revelaban la creciente hostilidad. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto intensificaron la presión internacional para ofrecer a los judíos un refugio seguro, mientras los palestinos reclamaban su derecho a la autodeterminación y veían cada vez más amenazada su presencia en la tierra ancestral.
En 1947 las Naciones Unidas propusieron un plan de partición que creaba dos Estados, uno judío y otro árabe, con Jerusalén bajo administración internacional. Los dirigentes judíos lo aceptaron, pero los árabes lo rechazaron al considerarlo injusto. La guerra estalló al día siguiente de la proclamación del Estado de Israel en mayo de 1948. Israel logró no solo sobrevivir sino expandir su territorio más allá de lo previsto por la ONU. Para el pueblo palestino aquel episodio fue la Nakba, la catástrofe: más de setecientos mil palestinos fueron expulsados o huyeron de sus hogares y se convirtieron en refugiados en países vecinos. Jordania ocupó Cisjordania y Jerusalén Oriental, Egipto tomó el control de Gaza, e Israel consolidó su soberanía sobre el resto. La convivencia histórica se rompió en medio de un éxodo que sigue marcando la memoria colectiva de los palestinos.
Las guerras posteriores reforzaron la asimetría. En 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Israel conquistó Cisjordania, Jerusalén Oriental, la Franja de Gaza, los Altos del Golán y el Sinaí. La ocupación de los territorios palestinos y la construcción de asentamientos israelíes se convirtieron en el núcleo del conflicto moderno. A pesar de los acuerdos de paz con Egipto en 1979 y con Jordania en 1994, y de las negociaciones de Oslo en la década de 1990 que establecieron la Autoridad Nacional Palestina, los asuntos fundamentales —fronteras definitivas, estatus de Jerusalén, derecho al retorno de los refugiados, seguridad y recursos— permanecen sin resolver. La Segunda Intifada a comienzos de los años 2000, el ascenso de Hamas en Gaza y la expansión de asentamientos en Cisjordania han endurecido las posiciones y debilitado la confianza mutua.
En la actualidad, Israel es un Estado consolidado con fuerte respaldo militar y tecnológico, pero enfrenta tensiones internas y amenazas de seguridad regional. Palestina, dividida entre la Autoridad Nacional en Cisjordania y Hamas en Gaza, sufre ocupación militar, bloqueos y una economía frágil que alimenta la frustración social. La vida diaria en los territorios palestinos está marcada por controles, limitaciones de movimiento y desigualdades que refuerzan el resentimiento. Al mismo tiempo, dentro de Israel conviven ciudadanos judíos y árabes que, a pesar de tensiones y episodios de violencia, demuestran que la cooperación y el reconocimiento mutuo son posibles en espacios concretos.
Las soluciones discutidas a lo largo de décadas giran en torno a dos grandes modelos. La propuesta de dos Estados, avalada por resoluciones de la ONU y apoyada por gran parte de la comunidad internacional, busca la creación de un Estado palestino independiente junto a Israel, con Jerusalén compartida o bajo un régimen especial. Esta opción preserva las identidades nacionales pero requiere concesiones dolorosas: Israel tendría que aceptar retirarse de gran parte de Cisjordania y reconocer la soberanía palestina, mientras los palestinos tendrían que renunciar al retorno masivo de refugiados y aceptar un Estado con fronteras negociadas. La alternativa de un solo Estado binacional con igualdad de derechos ofrece una solución de justicia cívica pero choca con los temores demográficos de Israel y las aspiraciones nacionales de ambos pueblos. También se han propuesto fórmulas de confederación o acuerdos interinos que mejoren las condiciones de vida mientras se construye la confianza.
Más allá de las fórmulas políticas, la historia demuestra que israelíes y palestinos comparten raíces profundas. Ambos pueblos son herederos de una misma geografía sagrada, de tradiciones semíticas emparentadas, de siglos de convivencia y de un legado de exilios y retornos. Ninguno puede borrar al otro ni imponer una paz basada en la negación. La solución, cualquiera que sea su forma, pasa por el reconocimiento mutuo, el respeto a los derechos nacionales de ambos y la garantía de seguridad para todos los habitantes de la región. Solo cuando esta historia compartida deje de ser una crónica de disputas y se transforme en un proyecto de destino común, la tierra que ha visto pasar imperios y profetas podrá dejar de ser sinónimo de conflicto para convertirse en ejemplo de reconciliación.
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