Escrito de Salvador (Tom) Santana. Poeta y gestor cultural. Con motivo de Cayo Letras al Mar.

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Luis Alfredo era una persona de baja estatura; su cuerpo tenía la infinita ascendencia de los seres que poseen un alma noble. Tenía unos ojillos de ave rara del paraíso, que parecían dos piedras grises pulidas por la serenidad.

A veces se sumía en largos silencios, y su capacidad de amar y de sufrir le ennoblecía el rostro.

No deseo atribuirle cosas que no haya dicho.

Él nunca nombraba la tristeza, ni la soledad, y mucho menos el dolor.

Lo recuerdo en aquellos encuentros en el bar Panamericano, en la esquina de El Conde con la calle Hostos. Allí, junto a Manolito Mora, Freddy Gatón Arce, León Bosch, Eligio Pichardo, Manuel del Cabral, Condesito, Antonio Fernández Spencer, Carlos Curiel y otros comensales, disfrutábamos inolvidables veladas de conversaciones sobre pintura, poesía, literatura y filosofía.

Con esa sapiencia de un Fernández Spencer, expositor brillante de Fichte, Hegel, Ortega y Gasset, y Bergson, entre muchos otros. Además, estaban las sabias conversaciones de Freddy Gatón, como poeta culto, y entre anécdotas vivaces transcurríamos la noche.

Vivía yo en el sector de San Carlos y era vecino de un bufete de abogados que pertenecía al Dr. Julio Bautista, quien luego sería juez de la Suprema Corte de Justicia. Él era muy amigo del poeta Luis Alfredo Torres, y este último lo visitaba con frecuencia.

Fue el Dr. Bautista quien me lo presentó, y yo, entusiasmado, le conté que escribía versos —no sabía si buenos o malos— y que, si lo permitía, le mostraría algunos poemas en el próximo encuentro.

Así comenzó nuestra relación de amistad. Una vez que le mostré mis poemas primogénitos, con una sonrisa —o una mueca de satisfacción— me aprobó como poeta bisoño.

Luis Alfredo tenía un gusto clásico en la lectura; no le agradaban los nuevos experimentos vanguardistas.

Luis Alfredo Torres.

Su generosidad era tan profundamente humana que me invitó a visitarlo en su cuarto de la calle Hostos, y para mi asombro extrajo de un viejo maletín un papel escrito a mano. El contenido era la dirección, en España, del poeta Alberto Baeza Flores, uno de los fundadores de La Poesía Sorprendida y un referente histórico de nuestra cultura literaria.

Siendo embajador de Chile en nuestro país, Baeza Flores contribuyó junto a Franklin Mieses Burgos, Freddy Gatón Arce, Antonio Fernández Spencer, Manuel Valerio, Américo Henríquez y otros a fundar ese movimiento literario tan fundamental para nuestras letras.

Le envié una correspondencia al poeta Baeza Flores y adjunté algunos de mis poemas. No tardó en contestarme: me explicó que le había escrito a Freddy Gatón Arce recomendándole que me localizara.

Más tarde, llegaría Manolito Mora Serrano, y esas relaciones perduraron para siempre. Yo tendría, para entonces, veinte y tantos años de edad.
Fue Luis Alfredo el artífice de que un joven desconocido se sumara al ámbito de la poesía y la literatura dominicana.

Cuando se publicó mi primer libro, Luis Alfredo me invitó a visitar a un amigo suyo para que le entregara un ejemplar. Ese amigo era don Pepín Corripio, que tenía su despacho en la calle Emilio Prud’Homme, en el sector de San Carlos. No era aún, ni por asomo, el próspero empresario que es hoy. Don Pepín me distinguió comprando el libro.

No creo que Luis Alfredo, que era un individuo de carácter tímido, pero de una decencia excepcional, viviera al margen del medio social por voluntad propia.
Vivió la bohemia como escape ante la adversidad, al enfrentar la terrible realidad de la existencia humana.

La cultura bohemia había nacido en Francia a mediados del siglo XIX, especialmente entre artistas, periodistas y músicos.

Tal vez quienes mejor la representaban eran aquellos intelectuales del Barrio Latino de París, que pernoctaban en condiciones de pobreza, hambre, aprecio por la amistad y desprecio por el dinero.

Luis Alfredo vivía del periodismo literario y solo tuvo un empleo público como encargado de una biblioteca en el sector de Villa Consuelo.

Cuando fue destituido de ese único empleo, hubo de convertirse en trotamundos, imprimiendo pequeños folletos con sus poesías, que salía a vender por los pueblos y entregaba a sus amigos a cambio de una ayuda, por insignificante que fuera.

Algo parecido vivió el vate Domingo Moreno Jimenes, que también sobrevivió durante años pregonando sus libros por todo el país.

Ese caso de Luis Alfredo me recuerda cuando Jorge Luis Borges, siendo director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires durante el régimen de Perón, fue destituido por desafectos al peronismo. Borges —que era tímido frente al gran público y ya ciego— no tuvo más remedio que dedicarse a dar conferencias de memoria para poder sobrevivir.

El destino arbitrario del poder frente al poeta.

Sus amigos más íntimos —como el periodista e historiador Óscar Gil Díaz, Lupo Hernández Rueda, Mario Emilio Pérez, Armando Almánzar Botello— siempre le distinguieron con afecto especial.

La última vez que lo vi y conversamos, tenía ese semblante de lejanía, como si no estuviera plantado en la tierra, sino en otros confines etéreos de su mundo interior.

Porque el alma de Luis Alfredo no era verdaderamente alegre. En sus horas de reflexión y soledad, como todo gran poeta, sentía que representaba a todos los seres humanos.

EN ESTA NOTA

Luesmil Castor Paniagua

Poeta y ensayista

Luesmil Castor Paniagua. Profesor de la Escuela de Comunicación UASD. Ensayista, poeta y narrador.

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