Con pasos tímidos y breves, el teniente atravesó el corredor que separaba las celdas del resto de la plaza de armas. Había llovido y la noche tiraba a serena y melancólica. De forma impersonal, evadiendo la mirada de los reclusos, se cuadró marcial frente a uno y le espetó la noticia. Coronel Contreras, mañana lo van a fusilar. Tampoco el coronel lo miró ni le dijo nada; recibió la noticia de pie porque entre las juntas del empedrado se colaba un hilillo de agua y no quiso sentarse. El teniente se retiró dejándonos asustados ya que no sabíamos si lo fusilarían sólo a él, o si nos tocaría a algunos de los que también fuimos condenados. Eso del perdón vino después y me da por pensar que fue otra iniquidad del general Santana que no quiso conmutarle la pena. Al coronel Contreras no, ése había sido el jefe y con él debía ponerse el ejemplo.
Esa misma noche mandó por el juez Campos para decirle su testamento. No había notario en la villa de Moca por aquellos años, era el juez de paz que hacía de escribano cuando se necesitaba. Cerca de las diez, el juez se arrimó a la fortaleza con los testigos, un legajo en las manos y algunos faroles para burlar la oscuridad. Se sentaron en el corredor, afuera de las celdas, con los robles por techo, frente al testante. El coronel Contreras, sereno y haciendo uso de una retahíla minuciosa, enumeró sus deudas y sus haberes, puso sus asuntos en orden. Se fijó en la caligrafía, las letras iban apareciendo como moscardones asquerosos y brillantes sobre el papel. Le asombraban la delicadeza de esas manos y los movimientos nada toscos de los dedos al sujetar la pluma y humedecerla en el tintero. Se dijo que manos así jamás habían sostenido un machete ni amarrado un becerro. Nunca se refirió a la rebelión del 2 de mayo por más que el juez insistiera. He pensado si usted quisiera aprovechar sus escasas horas, ¿se da cuenta, no?, para exponer los motivos que le llevaron a repudiar la Anexión tras haberla firmado. Todos en la villa piensan que es su deber explicar… ¿eh?… las razones del asalto a la fortaleza. Piense que mañana lo fusilarán y no quedará nada. Pero el coronel Contreras, ovillado en sus pensamientos, nada dijo. Se limitó a reconocer sus deudas y legar sus propiedades.
Escuchó la lectura del acta y la aprobación de los testigos, tras lo cual la leyó por sí mismo, la firmó y se la devolvió al juez que se retiró con sus folios, su tinta, los faroles y los testigos. Después volvió a quedarse callado como si quisiera meter en su silencio los años que le faltaban por vivir, lo que perdía con su cuerpo agujereado en el patíbulo. Nadie volvió a abrir la boca por respeto al soldado que iba a morir, un guerrero de la independencia que ganó su rango a los veintiuno sudando pólvora hasta por los cojones. Dos horas más tarde (ya pasaba la medianoche), en medio de una oscuridad que se prestaba para confidencias, fue cuando le oímos. Nuestras dificultades comenzaron –dijo como si hablara para sí desde la penumbra de su celda– en el comercio de don José. Doscientas piedras de chispa para los fusiles Baker y los viejos mosquetes franceses de alguna manera iban a llamar la atención, no se compra esa cantidad de pedernal en una sola diligencia sin provocar sospechas –entonces se recostó de la roca húmeda, como si ya no le importara coger un resfrío. Quizá fue el propio vendedor quien alertó a la fortaleza; no lo sé, pero en estos días he tenido suficiente tiempo para pensarlo. Sólo de ese modo se explica la reacción del general Suero para recuperar la plaza, tan deprisa, tan como un rayo, como si hubiera estado esperándonos. Volvió a guardar silencio. El carcelero pasó frente a las celdas en una nueva ronda; nos contó con la mirada y revisó los cerrojos y los barrotes antes de regresar a su puesto.
Desde que se dictó la sentencia, en la villa fue redoblada la vigilancia. Se apostaron soldados en los sitios principales del pueblo, que trajeron de Santiago y la capital. Tropa que pedía el santo y seña con la mayor desconfianza. Los generales Santana y Suero eran conscientes de que esa noche pudo haberse producido algún intento para rescatarnos.
Las cosas con el general Santana se deterioraron –dijo como para hacernos albaceas de sus últimos pensamientos– con el fusilamiento de los hermanos Puello, que causó desazón, porque José Joaquín fue de los que estuvo en la Puerta del Conde. Seis años más tarde ordena la muerte del general Duvergé, a cuyas órdenes serví en mis primeras campañas. Cuando lo mandó a fusilar, mi aprecio por él volvió a resentirse, porque eso sí que fue una barbaridad, una locura con tintes de venganza. Nunca debió dársele ese trato a un general de división como Bois, que partió en dos al haitiano en El Número y lo contuvo al otro lado de la frontera. Muchas veces me he preguntado si el general sufrió algún trauma al morir su hermano Ramón, esa sería la única razón que justifique su posterior comportamiento. A partir de ese momento se volvió más hosco, más huraño, cada vez más déspota; como si quisiera eclipsar a los que se opusieran a sus propósitos. A todo ello, su estado de ánimo se agravaba con sus frecuentes crisis de gastritis o mal de estómago.
Esa actitud hostil yo diría que comenzó cuando el gobierno de José Desiderio. Tras la huida de Ventura, el general ocupa la Ciudad Primada como representante del gobierno y a los pocos días se vuelve contra el Presidente Valverde. Fue una traición, tomando en cuenta que le trajimos desde Saint Thomas donde se moría poco a poco carcomido por dentro, con un cangrejo mordiéndole las tripas.
Durante una hora, o tal vez menos según me lo pareció, se quedó inmóvil como si durmiera sus últimos momentos, aunque después supimos que no porque nadie, ni soldado ni prisionero, podría dormir en una noche como aquella. El frío se metió en las celdas, deslizándose entre las rocas sin que lo viéramos llegar; se untó en nuestros cuerpos como una delgada capa de almíbar. No soplaba brisa, sólo nos fastidiaba ese frío intenso, manituoso, restregándose en la piel. El carcelero, compadecido, nos trajo café.
Tanto que se tiró en la Línea, tanto cuerpo desmembrado a filo de machete, tanto guerrear contra el haitiano por más de una década no nos sirvió para nada –se quejaba con rabia. Se hizo la Independencia padeciendo hambre y desfallecimiento, con los campos y el ganado abandonados a su suerte, creciendo silvestre; el enemigo atacándonos y nosotros repeliéndolo, en constante desasosiego, así de día como de noche… el país se llenó de muertos y lisiados… doce años de intranquilidad entre el 27 de Febrero y la última incursión armada, y justo ahora que tal amenaza ha sido reducida y cuasi aniquilada, véase cómo acaba la cosa, con la República rebajada a mera provincia española. ¡Carajo, que el general ni siquiera parece tener consciencia de lo que ha hecho!
A eso de las dos de la madrugada otro aguacero mitigó los ruidos. La lluvia caía tupida creando meandros en las callejuelas que se llenaron de surcos y lodazales. Desde donde estábamos vimos al guardia en la garita ponerse la guerrera y cubrirse como pudo. La voz del coronel ya nos llegaba con dificultad, muy tenue, como alejándose, por culpa de los goterones que caían pesados sobre el techo y los cacharros del patio. Y todavía algún tiempo después que lo fusilaron aparejábamos pedazos de palabras, cotejábamos frases como en un rompecabezas para sacar algo en claro.
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