Luces de alfareros se erige como una de las obras más luminosas y complejas de la narrativa dominicana contemporánea. Ana Almonte teje en ella una reflexión profunda sobre el poder, el dolor y la misteriosa transformación de la fragilidad humana en conciencia y arte. A través de los destinos entrelazados de Attías Treviño y Dalsy Dabrowski, la autora explora los abismos de la condición humana y forja una ética de la creación que trasciende la mera anécdota para convertirse en mito moderno.
Attías Treviño: La rebelión del barro y la tragedia del poder
Attías Treviño es, en la superficie, un hombre con acondroplasia que escala los peldaños del crimen organizado entre Puerto Rico y Nueva York. Pero bajo esta fachada late una meditación estremecedora sobre la insignificancia impuesta, la humillación y la lucha contra un destino escrito en el barro de su propio cuerpo. Como un Raskólnikov caribeño o un Macbeth urbano, Attías pertenece al linaje del héroe trágico moderno. Sin embargo, Almonte lo dota de una dimensión simbólica inédita: no es un criminal ni un redentor, sino una conciencia a la desesperada búsqueda de una forma.
Su cuerpo pequeño alberga un intelecto desbordante, y es en esta desproporción donde anida el núcleo de su tragedia. La novela plantea una pregunta esencial: ¿qué significa crear cuando la vida ha sido una negación? Attías nace marcado por un estigma: “llevaba en su vida el rosario de la insatisfacción… nació vetusto”. Su rebeldía, por tanto, no es solo física o social, sino ontológica. Es el barro que se levanta contra el fuego que lo moldea, la marginalidad transmutada en materia estética.
En el universo moral de la obra, el poder absoluto corrompe de manera irreversible. La muerte de María Gracia, símbolo de una pureza irrecuperable, marca su punto de no retorno. La escena final en el puente Glen L. Jackson es de una potencia simbólica arrolladora: Attías no cae, se disuelve. Su muerte no es aniquilación, sino la revelación final de la forma que el fuego no logra destruir, sino que, al contrario, ilumina.
Almonte rescata a Attías del arquetipo grotesco del “enano” o del bufón, restituyéndole una humanidad profunda. Su cuerpo pequeño contiene un pensamiento inmenso; su supuesta deformidad se convierte en un singular modo de visión. Esta relectura responde a una poética espiritual y femenina: frente al mito patriarcal del alfarero-dios que domina la materia, la autora opone la figura del alfarero que dialoga con el barro, que lo escucha. El barro se erige así en categoría moral: representa lo humano en su estado más primario, frágil, mutable y siempre expuesto al fuego de la existencia.
Dalsy Dabrowski: la alquimia del duelo y el retorno cíclico
El segundo gran arco narrativo se centra en Dalsy Dabrowski, donde el sufrimiento individual se alquimiza en conciencia y la fragilidad femenina deviene un acto puro de creación. Nacida de un linaje intoxicado por la vanidad y la ambición —la joyera Dunda Dabrowski y una madre que evoca a una Ana Karenina caribeña—, Dalsy carga con la herencia envenenada de su familia. Este legado se convierte en una metáfora poderosa: el oro, la soledad y la muerte, inextricablemente unidos.
En su juventud, Dalsy desciende a los infiernos urbanos de Nueva York y encuentra en Ricky, un grafitero, la encarnación de la rebeldía y el vértigo. Su relación es un torbellino donde se funden el eros y el thanatos. La despedida marca su muerte simbólica y el germen de una nueva conciencia que ansía su propia luz. Su duelo no es lineal, sino cíclico; la muerte de su madre retorna cada año como un incendio interior, un calendario emocional gobernado por la sombra.
Almonte plasma este proceso con un lenguaje sensorial y poético. El dolor se encarna en el cuerpo de Dalsy, y la escritura termina por reemplazar a la carne como territorio de redención. Los espacios que habita —Brooklyn, Harvard, el mar— son espejos de su transformación: del asfalto como vértigo al océano como purificación y taller del alfarero divino. La pérdida de su anillo de compromiso en las aguas no es un accidente, sino un acto simbólico de liberación: el desprendimiento de las cadenas materiales para regresar a la esencia.
Dalsy representa, además, la alquimia del conocimiento. Su ensayo sobre Virginia Woolf en Harvard no es un mero ejercicio académico, sino un acto de autoanagnórisis. Reconoce en Woolf un fragmento compartido de conciencia femenina, trascendiendo tiempo y género. Así, la literatura se revela como el laboratorio último del alma, donde el dolor se transmuta en luz y el pensamiento se hace carne.
“De nuevo, El Génesis”: La síntesis visionaria
El capítulo “De nuevo, El Génesis” actúa como la gran síntesis simbólica y filosófica de la novela. Aquí, la ciudad moderna —Nueva York— se humaniza, se convierte en un organismo vivo, un templo profano del deseo y la pérdida. Personajes como Jean, el saxofonista callejero, encarnan el arte que transforma el dolor en armonía, mientras Dalsy representa la regeneración espiritual. La ciudad es una Babel contemporánea, escenario perpetuo de extravío y renacimiento.
Almonte despliega un registro narrativo que oscila entre lo profético y lo gnóstico: la humanidad, en su caída, busca la redención; el conflicto verdadero es espiritual, y el conocimiento —más que la fe— se presenta como el camino hacia la liberación. Su prosa, de un barroquismo contemporáneo, alterna lo descriptivo con lo visionario, creando un ritmo musical que refleja la respiración interior de los personajes y de la propia urbe. La narración enfatiza la circularidad de la existencia: cada caída es un retorno al principio, cada génesis es la recreación de la conciencia a partir de las ruinas.
Conclusión: Barro, conciencia y la forma que emerge de la herida
En Luces de alfareros, Ana Almonte ejecuta una poderosa fusión de ética, filosofía y estética. La tragedia del poder, encarnada en la caída de Attías Treviño, y la alquimia del dolor, representada por la transfiguración de Dalsy Dabrowski, se articulan a través de una poética del barro. Esta es, en esencia, una filosofía de lo imperfecto, lo frágil y lo transformable.
La obra postula que quien ansía dominar el mundo termina por perder su humanidad, mientras que quien abraza su propia fragilidad descubre su verdad más esencial. El barro, la ciudad y la palabra se convierten en la materia prima de la conciencia. La literatura de Almonte nos demuestra que la forma más bella surge a menudo de la herida más profunda, y que la caída puede ser, al mismo tiempo, una revelación.
Attías y Dalsy, en sus trayectos especulares, nos revelan que el arte —como la vida— consiste en modelar la imperfección hasta que esta, al fin, alcanza su propio y único resplandor. Luces de alfareros es, en última instancia, un canto a la capacidad humana de trascender a través de la conciencia, la ética y la belleza: un taller sagrado donde Dios, o la Vida, sigue modelando, incansable, la creación.
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