La poesía es un territorio donde el tiempo se despliega como una herida abierta y la memoria se aferra a las palabras como quien no quiere desvanecerse del todo. En el universo de Christian Encarnación, la muerte, el amor y la figura materna se entrelazan en un lenguaje crudo, sin adornos innecesarios, un lenguaje que golpea y acaricia con la misma intensidad. Nos sentamos a conversar, no como entrevistador y entrevistado, sino como dos amigos que disecan los silencios con preguntas y respuestas, con confesiones disfrazadas de anécdotas.
Madres, muerte y la condena del amor
—Tu último poemario, Todas las madres nos condenan a muerte, suena a sentencia. ¿Crees que el amor materno es una condena inevitable?
—El título ya lo dice todo. Las madres nos traen a la vida, pero al mismo tiempo nos condenan a la muerte. Es una paradoja que no deja de obsesionarme. Mi madre y yo hablamos mucho sobre la muerte; ella es, en cierto modo, la persona que me ha mantenido vivo. No creo que el cordón umbilical se corte del todo. La existencia de una madre y la de su hijo están ligadas para siempre, como un paraguas que nos protege de la lluvia de plomo que el mundo lanza sobre nosotros.
—Y sin embargo, en tu poesía, la madre no solo es refugio, también es un fantasma, una sombra que deja cicatrices.
—Porque amar es también cargar con la ausencia, con el miedo a la pérdida. La madre es ese ser que nos salva, pero también nos deja ir. Y en ese desprendimiento, hay dolor.
El tiempo y su persistencia
—Hay en tus poemas una obsesión con el paso del tiempo. Tengo veintiséis años es un testimonio de ese vértigo. ¿Sientes que envejeces más rápido de lo que deberías?
—Soy insomne desde hace años. A veces cierro los ojos y cuando los abro han pasado días, semanas. No hay una correspondencia entre mi edad física y lo que siento por dentro. Me dicen que “apenas estoy comenzando a vivir”, pero yo me siento viejo, desgastado. Escribir es como cuidar un bonsái: paciencia, observación, cortar lo innecesario. Tal vez por eso mis poemas suenan a un hombre hastiado antes que a un joven con hambre de mundo.
—La poesía es, entonces, una forma de atrapar lo que se escurre.
—O de asumir que todo, tarde o temprano, se escapa.
Las deudas impagables y la poesía como sacrificio
—Uno de los versos que más me marcó dice: Quiero recuperarme, escribir libros y ganar algo de dinero para que no te me acabes… ¿Sientes que la poesía es tu forma de pagar una deuda con el pasado?
—Las deudas con una madre no se pagan. Pero hay otras deudas que sí pesan. No quiero que la poesía sea solo un ejercicio de contemplación. Quiero que sirva, que se materialice en algo tangible. Mi madre ha creído en mí, pero los padres empiezan a creer en la poesía cuando ven sus frutos. Y yo estaba cansado de ser un Gregorio Samsa después de su metamorfosis. La poesía me ha enseñado a abandonar el egoísmo. Y eso, quizás, es la forma más pura del amor.
Muerte simbólica y renacimiento
—Uno de tus poemas se pregunta: ¿Cuántas veces hace falta morir para volver a nacer? ¿Crees que es necesario morir simbólicamente para encontrar el sentido de la vida?
—Sin duda. La vida es un viaje de desprendimiento. Muchas cosas deben morir dentro de nosotros para que algo nuevo nazca. A veces, la condena es la única forma de salvación.
La poesía como denuncia y refugio
—Tus poemas no solo hablan de lo íntimo. También denuncias la alienación, el consumismo, el sistema que nos devora. ¿Cómo canalizas esa rabia en tu escritura?
—Escribo sobre lo que me preocupa. La poesía es una forma de aligerar el ruido dentro, de convertir la frustración en algo que otros puedan sentir. Pero no basta con escribir: hay que actuar. No creo en poetas que no vivan como poetas.
—También hablas de la naturaleza como un refugio, un espacio de identidad.
—Pasé mi infancia en el campo. No tengo malos recuerdos de esa época, porque simplemente no los hubo. La naturaleza es armonía, libertad. La ciudad, en cambio, es un espectáculo que se ahoga entre sus propias luces. Todos los años vuelvo al campo. Es mi forma de desintoxicarme.
La madre como un dios primigenio
—En uno de tus poemas dices: Ojalá pudiera comerme a mi madre igual que los católicos se comen a Cristo. Es una imagen fuerte, casi litúrgica. ¿Cómo conectas la maternidad con la espiritualidad?
—El primer dios de un niño es su madre. Cuando un niño tiene miedo, la llama. Cuando siente frío, corre a sus brazos. Cuando se lastima, busca su voz. Es el primer refugio, el primer milagro. Y, como Cristo, las madres son el sacrificio absoluto.
La conversación con Christian Encarnación es un viaje hacia el centro de su poesía, un recorrido por sus obsesiones y sus verdades más descarnadas. Al final, lo que queda es una certeza: la poesía no es solo un lenguaje, es un testimonio, una forma de habitar el mundo y dejar huellas en la memoria del tiempo.
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