“… Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: los astros y los hombres vuelven cíclicamente.” Al conjuro de los versos de Borges, vuelve la tarde en la que Pitágoras, al tocar su lira, describió que toda la música es número, que la poesía es número y, además, que todo el universo es número.
“Liróforo celeste”, pulsa la lira, lírica del lírico.
Antes de esa tarde, quizás el vago azar o las precisas leyes provocaron que fuera la mañana de ese mismo día en que sucediera aquello que se cuenta en el Harmonicum Enchudien, escrito por Nicómaco de Grasa. Caminaba Pitágoras, inquieto por la naturaleza de los sonidos, y al pasar por delante de una fragua escuchó el repicar de unos martillos sobre el metal y el hierro candente. El asombro lo detuvo al escuchar la armonía que producían los sonidos coincidentes en la reverberación del metal y los martillos.
No era tanto una combinación de sonidos lo que llegaba a los oídos de Pitágoras, sino una sensación sonora grata.
Percibió en aquel sonido de los martillos los intervalos de octavas, quintas y cuartas.
Jámblico cuenta con admiración el episodio, en el cual Pitágoras entra al horno y comprueba que el sonido no dependía de la forma de los martillos, ni de la fuerza de los herreros, ni siquiera de la corporeidad que iba adquiriendo el metal con el cambio de temperatura, sino que derivaba de la forma de los martillos.
Lo pesó, anotó el resultado y se apresuró a irse a su casa para realizar sus investigaciones.
Al entrar al ático, vio que la Lira de Ur, que guardaba de sus viajes por Mesopotamia y de sus investigaciones sobre los sumerios, resplandecía con los dorados del atardecer. La descolgó de la pared y, junto a ella, las tablillas de arcilla en donde estaba escrita una escala de ocho notas, que se considera la primera partitura de la historia, como lo afirma Nicómaco de Grasa en su libro Harmonicun Enchudien.
Más allá del mito y de la leyenda, se sabe que en la tradición antigua los dáctilos del monte Ida eran magos e inventores de la herrería y la música.
Dentro de la tradición pitagórica, también se decía que el sonido del bronce al ser golpeado invocaba la voz del Daimon, una especie de divinidad o espíritu guía.
De alguna manera, el relato de los martillos y los herreros vincula a Pitágoras con los secretos de la música y la tradición mitológica. Para demostrar la relación entre los sonidos, la consonancia y los números, Pitágoras no se valió de los números, sino de su lira de seis cuerdas, que al pulsarla y marcar diferentes longitudes, hacía sonar a la vez sus sonidos afinando entre sí y produciendo tipos de sonoridades características, muy estables y coherentes, sonidos a los cuales denominaría acordes.
Al percibir este fenómeno, Pitágoras llega a una maravillosa epifanía: la belleza de la música emanaba de los propios números y, por las mismas razones, encontrar las matemáticas que ordenaban los rostros del cosmos como un poema de equivalencias y asociaciones sonoras.
Para Pitágoras, los números revelaban la belleza oculta de los fenómenos naturales. El concepto de armonía está vinculado con la totalidad del pensamiento griego.
Los sonidos armónicos y las tonalidades de hace 2600 o de hace 3400 años siguen siendo los mismos que vibran y viven en nuestra música, determinados por el mismo universo sonoro.
Están allí y estarán en cualquier lugar y en cualquier tiempo donde los humanos hayan hecho música, en el preciso instante en que:
“… vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras y Pitágoras continúa pulsando su lira bajo esta noche lluviosa de octubre de 2025… Y…
Vuelve la música de la lira, como en el poema incesante de Borges, que al leerlo, las palabras se convierten en música de una antigua lira. Esa que conocieron los arduos alumnos de Pitágoras.
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