La investigación científica tiene una lógica interna que no depende de formatos ni de plantillas. Desde Bacon hasta Popper, pasando por la crítica de Kuhn y Feyerabend, se nos recuerda que la ciencia avanza a partir de preguntas que interpelan la realidad, de hipótesis que pueden ser confirmadas o refutadas, de interpretaciones que abren nuevos horizontes. Pero ¿qué sucede cuando la lógica de la investigación formal —experimental, cuantificable, verificable— se confunde con la investigación humanística, que opera con la interpretación, la crítica y la construcción de sentido? ¿No es acaso un equívoco peligroso?
El esquema IMRyD (Introducción, Métodos, Resultados y Discusión) ha demostrado ser útil en la investigación biomédica y experimental, donde la claridad en los pasos resulta indispensable para replicar hallazgos (Day & Gastel, 2012). Sin embargo, trasladar sin matices ese esquema al análisis de una novela, al estudio del discurso político o a una reflexión filosófica constituye, en el mejor de los casos, un despropósito. ¿Se puede comprender la polisemia de Borges o el carácter polisistémico de Lotman a través del mismo molde con que se reporta un experimento de laboratorio?
Aquí radica la contradicción de fondo: la lógica de la investigación formal no es la misma que la de la investigación humanística. Mientras la primera privilegia la cuantificación, la replicabilidad y la verificación empírica, la segunda se nutre de la interpretación, la hermenéutica y la crítica cultural. Imponer formatos experimentales en proyectos de humanidades no solo es un error metodológico, es una aberración académica. En algunos programas de posgrado se exige incluso el uso obligatorio de normas APA para investigaciones literarias o de análisis del discurso, como si la complejidad simbólica pudiera reducirse a la presentación de resultados empíricos en tablas y gráficos. Se trata de un crimen académico que mutila la creatividad y falsea la naturaleza misma de la investigación humanística.
Kuhn (1962) nos enseñó que los paradigmas científicos cambian y que no existe un único modo de producir conocimiento. Feyerabend (1975) fue más radical: “todo vale” en el sentido de que la ciencia requiere diversidad metodológica. La academia, sin embargo, parece olvidar estas lecciones al uniformar la escritura científica bajo un solo estilo, incluso en ámbitos donde lo que se necesita no es experimentación, sino comprensión, interpretación y debate.
Michel Foucault (1970) advirtió que todo discurso está atravesado por dispositivos de poder. El formato, cuando se impone como dogma, se convierte en uno de esos dispositivos que normalizan, que vigilan, que excluyen. ¿No es paradójico que en nombre de la ciencia se pretenda homogeneizar aquello que por definición es plural y abierto?
La lógica de la investigación y el formato de redacción no son lo mismo. La primera es la esencia que orienta el descubrimiento, mientras el segundo es apenas un instrumento. La tragedia ocurre cuando el instrumento se vuelve dogma y sustituye la esencia. ¿De qué sirve una tesis en humanidades perfectamente ajustada a normas experimentales si, en el fondo, sofoca la creatividad, tergiversa el objeto de estudio y produce más apariencia que conocimiento?
La tarea de la universidad no debería ser uniformar, sino enseñar a distinguir. Cada objeto de estudio exige una lógica y un lenguaje propios. La investigación formal y la humanística tienen métodos diferentes, pero ambas comparten el rigor como horizonte. Lo que jamás debería compartirse es la imposición de un molde único, porque el pensamiento crítico muere cuando se confunde investigar con formatear.
PARA PROFUNDIZAR
Day, R. A., & Gastel, B. (2012). Cómo escribir y publicar trabajos en ciencias biomédicas. OPS.
Feyerabend, P. (1975). Contra el método. Ariel.
Foucault, M. (1970). La arqueología del saber. Siglo XXI.
Kuhn, T. (1962). La estructura de las revoluciones científicas. Fondo de Cultura Económica.
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