Leyendo la última obra de José Souza, The poor man on the right (2024), reflexiono sobre dos cuestiones: la primera, referida a la necesidad de reescribir la psicología del poder desde una mirada descentrada del decir de las metrópolis; la segunda es un disenso con relación a lo que el autor llama “la herida moral” que impulsa a la víctima social a la autoculpa. No existe, al menos en el contexto dominicano, una herida moral sino una inmoralidad más allá de las clases, que ha generado a un sociópata integrado con éxito social.
Hace ya décadas, entregué a cierto político un proyecto para fundar módulos de asistencia multidisciplinar en las zonas donde proliferaba la formación de bandas violentas. Es fácil saber que aquello fue a parar al zafacón de las curules. Viene a mi memoria el manejo inadecuado que, posterior a aquella ocasión, se realizó para intentar vanamente mitigar la organización de la subcultura del mal.
A pesar de que las medidas coercitivas por sí solas, se evidenciaban insuficientes para mitigar el flagelo, se insistía en las redadas que degradaban en muchos casos en peaje. Además, el sospechoso era expuesto ante las cámaras de un discutible periodismo, y entrevistado como una celebridad. Mientras, una franja de la población se paralizaba de miedo; otros, necesitados de notoriedad, ensayaban felonías como única forma de salir en la televisión.
En la marginación social, territorial y económica, ante un sistema que niega las elementales posibilidades de ser, de tener identidad, queda la opción de introducir un hongo en el escenario del poder excluyente: bandolerismo más o menos organizado. Siguiendo las reglas del juego de un orden diseñado para una determinada clase, no es posible incidir en la dinámica social salvo por vía delictiva o pseudopolítica.
Como toda libertad, la de cambiar un entorno hostil sin educación y sin aparatos de cohesión, es una amarga mentira repetida por los que vampirizan la pobreza.
El joven del barrio se topa con la muerte y desaparición de los aparatos generadores de cambio: clubes culturales, juntas de vecinos, instalaciones deportivas, líderes comunitarios, escuelas (hoy penetradas por el vicio). Se elige entonces, integrar subculturas. Es sabido que el sujeto busca aceptación y reconocimiento y se integrará en “proyectos” donde reciba tales reforzadores sociales, aun sea por la acción delictiva.
El síndrome del Joker, como le ha llamado Souza, se expresa en la ansiedad de los jóvenes de las clases populares por romper el cerco de la exclusión en clave patológica. El sistema está diseñado de tal modo, que el marginado termina culpándose. El problema, según el modelo Dollard-Miller, es que de la frustración el sujeto pasa a la violencia. La autoculpa forma parte del diseño de dominación y al mismo tiempo es generador de inestabilidad social.
De este modo, el Joker va de la culpa a la angustia y a la ansiedad, caldo de cultivo para trastornos de la personalidad, lo cual no deja indemne al sistema que se defiende inoculando más frustración: “Las circunstancias generadoras de falta de oportunidades no corresponden a un orden de desigualdades sino a la falta de responsabilidad individual”, es la propaganda pasivamente aceptada por el marginado.
Este discurso, aprobado como bueno y válido, aliena y golpea. Aparecen “expertos” en retórica seudocientífica dispuestos a ayudarnos a comprender que somos culpables de nuestra impotencia social. Nos invitan a seminarios para el éxito, y además nos cobran por enseñarnos a sufrir la culpa de no ser resilientes, positivos. En respuesta, emerge un nuevo marginado: el que trafica con infamias e intoxica a las masas, y termina siendo modelo de la inconducta.
Entre los cientos de libros y tratados deleznables, se encuentra El rinoceronte, bestseller que propone toda práctica asocial para alcanzar metas personales. Según este libro, debo arrasar con todo lo que se oponga entre yo y mis metas. Si no aparece leche en la cubeta del ordeñe, la culpa debe ser el ordeñador que no ha sabido exprimir al animal aunque éste no sea una vaca.
No se trata de justificar los actos delictivos, si no de evidenciar la falsedad del “mundo de oportunidades”. El éxito para los desposeídos es un largo y tortuoso camino lleno de obstáculos que el estado no ha sabido menguar; por el contrario, promueve barreras y luego responsabiliza al excluido dejándolo cargar con la culpa de las inequidades. El sistema antiséptico oferta su falso dos por uno. Digámoslo sin rodeo: los humildes tienen cada vez menos recursos para ocupar escenarios sociales.
Como toda libertad, la de cambiar un entorno hostil sin educación y sin aparatos de cohesión, es una amarga mentira repetida por los que vampirizan la pobreza. La libertad de cambio nos envuelve en un marasmo de impotencia al ver que perdemos la capacidad real de incidir en la permuta social. Nos queda todavía la opción de la elección “democrática”, el único problema es que no existe bancada que nos represente.
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