La palabra como puente
Escribir, para mí, es un acto de gratitud. No solo una búsqueda de sentido, sino un gesto íntimo y amoroso hacia quienes leen, sienten y responden. Es tender un puente entre mi silencio y el suyo, entre la soledad de quien crea y la compañía de quien se deja tocar. Es, a veces, un susurro, y otras, un grito compartido.
Llevo ya cuatro meses escribiendo domingo tras domingo en este espacio de Acento, y algo ha cambiado en mí: ya no escribo solo por necesidad o impulso. Escribo también por ustedes, por quienes esperan la palabra con el alma abierta; por quienes me leen sin prisa, como quien se sienta a escuchar a un amigo querido; por quienes encuentran en cada texto una chispa de reconocimiento, una emoción compartida, una verdad que también les pertenece.
Hay algo profundamente conmovedor en recibir sus mensajes después de cada entrega. Son como abrazos invisibles, caricias del alma, que me recuerdan que esto que hago tiene sentido, que no cae en el vacío, que respira en ustedes.
Muchos me han escrito:
> “Me hiciste llorar hoy, Danilo. Gracias por ponerle palabras a lo que no sabía que sentía.”
“Cada domingo espero tu escrito como quien espera un abrazo.”
“Tu manera de escribir me recuerda que no estamos solos.”
“Una reflexión contundente de defensa a la identidad.”
“Has logrado captar la atención de los lectores y tu mensaje resuena.”
“Sigue escribiendo, estoy ansioso por ver más de tu trabajo.”
¿Cómo no seguir escribiendo cuando la palabra se vuelve un eco compartido? ¿Cómo no agradecer cuando lo íntimo se transforma en encuentro?
La palabra como acto de fe
Escribir es también una forma de resistencia. Un modo de preservar lo esencial en medio del ruido, de dialogar con el tiempo que vivimos, de afirmar lo que creemos. Intento que cada palabra sea fiel a lo que pienso, a lo que siento, a lo que quiero dejar dicho aunque duela. Porque a veces callar es claudicar, y yo he elegido estar. Con todas mis dudas, pero con el alma firme.
No escribo desde la certeza, sino desde la búsqueda. Desde la autoexigencia de querer nombrar lo que me habita, y desde la humildad de saber que lo que nace de mí ya no me pertenece cuando ustedes lo reciben, lo interpretan y lo hacen suyo. En ese gesto hay algo de milagro.
Escribo para agradecer a los silencios que me acompañan, a la página que espera, a la memoria que me guía. Pero, sobre todo, escribo para agradecerles a ustedes. Por estar ahí. Por leerme con el corazón en la mano. Por recordarme que escribir nunca es un acto solitario del todo. Porque donde hay un lector —hermano, hijo, compañera, amigos, los familiares, los conocidos o simplemente lectores—, hay también un milagro: el de la palabra viva, la que toca y transforma.
Seguiré escribiendo mientras haya algo por decir, algo que arda en el pecho y quiera volverse letra. Porque escribir no es un salto al vacío, sino un paso hacia lo que importa. Y mientras haya alguien del otro lado, seguiré aquí: con la palabra como bandera, con el corazón abierto, con la gratitud intacta.
Gracias de verdad.
Gracias de alma.
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