“Don Quijote de la Mancha”, de Cervantes

En el mundo existen más de siete mil idiomas. Es, por tanto, una labor imposible —no sólo para los monóglotas, sino incluso para los más consumados políglotas— la de dominar tan alto número de lenguas. Le sería del todo imposible a un políglota que —incluso estudiando los idiomas desde niño y teniendo la memoria elefantiásica de un Ireneo Funes o de un Jakob Mendel— alcanzase la edad de Matusalén. Tan difícil resulta que, hasta la fecha, es el liberiano Ziad Fazah quien, según se dice, más idiomas ha dominado (hablaba con fluidez cincuenta y nueve), seguido del italiano Giuseppe Mezzofanti, quien hablaba cuarenta y ocho. De modo que lo que han logrado estos dos hombres es sin duda una gran proeza, mas esto evidencia que es un axioma la imposibilidad de dominar todos los idiomas de que se compone la humanidad. De ahí que sea inconcebible la existencia de una persona que pueda leer literatura en todos los idiomas.

Don Quijote. Cuadro de Tony Espaillat.

La lectura, qué duda cabe, es una de las herramientas fundamentales de la civilización. Asimismo, el hábito de leer es, para un lector propiamente dicho, lo que es el oxígeno a los pulmones: una necesidad sin la cual la vida le sería insostenible. Pero, dado que hay tantos idiomas en los que se publican libros, ¿cómo lograría el lector tener acceso a la lectura de los grandes libros de la literatura universal? Pues por obra y gracia de los traductores. Son los traductores —con su esfuerzo titánico y poco valorado y hasta mal remunerado— los que hacen posible que el saber milenario sea transmitido de generación en generación y de una cultura a otra.

La literatura universal es inconcebible sin los traductores. La vasta influencia de los clásicos griegos sobre las letras universales es innegable, y sin embargo la inmensa mayoría de los lectores han leído sus obras en traducciones. Nadie puede negar la importancia que para la cultura han tenido, entre otros libros, la Orestíada de Esquilo y el Edipo rey de Sófocles; este último, por ejemplo, constituye la piedra angular de la que se sostiene la obra de Sigmund Freud, que tanto ha marcado a la cultura de nuestro tiempo. También García Márquez, que no sabía griego, consideró esta tragedia de Sófocles como una de sus mayores influencias.

El Quijote, por ejemplo, ha marcado profundamente la cultura occidental, pero este libro inmortal fue escrito en español y, desde hace siglos, ha sido leído en otras lenguas por legiones de lectores que no han tenido la obligación de aprender español para disfrutarlo. Grandes escritores rusos, como Gógol y Dostoievski, por sólo mencionar dos, no sabían español y sin embargo sus respectivas novelas Almas muertas y El idiota son inconcebibles sin la gran novela de Cervantes. Dostoievski incluso dejó escrito en Diario de un escritor que, si el día del fin del mundo, fuera preciso presentar todo el saber de la humanidad en un único libro, ese libro sería el Quijote.

“Diario de un escritor”, de Dostoievski

Dostoievski
Dostoievski.

También Franz Kafka, cuyo ascendente sobre las letras universales es incalculable, leyó el Quijote en una traducción, o sea en alemán, y éste no sólo era uno de sus libros de cabecera, sino que influyó notablemente en su obra. Kafka no manejaba tampoco el idioma ruso, pero leyó a Dostoievski en alemán y lo llamaría uno de sus "parientes consanguíneos"; también desconocía el inglés, pero Dickens y Chesterton, que escribían en inglés, fueron dos de sus autores favoritos, tanto es así que —en el caso del primero, por ejemplo— Kafka se propuso ser el Dickens del idioma alemán.

El universal Schopenhauer ha pasado a la posteridad como filósofo, pero cómo negarle importancia al hecho de que él, que aprendió español para leer el Quijote en idioma original, tradujera al alemán primero que nadie el Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián, traducción a través de la cual Gracián influiría decisivamente en la cultura alemana, en especial en Nietzsche, que también sería luego un gran admirador y discípulo suyo (en cuanto a la forma aforística en que escribió algunos de sus libros de filosofía).

Es ya un lugar común calificar a Cortázar como uno de los mejores escritores de habla hispana, pero cómo restarle importancia al hecho de que él —que se capacitó como traductor en un tiempo récord de seis o nueve meses, tiempo que para otros traductores por lo general es de dos o tres años— tradujera al español, de la admirable forma en que lo hizo, las obras de algunos grandes escritores hoy canónicos; cómo no agradecerle la traducción de obras que en español todos hemos leído con fascinación, como los cuentos de Poe o Robinson Crusoe de Defoe o Memorias de Adriano de Yourcenar o El inmoralista de Gide.

Son incontables los devotos de Edgar Allan Poe que, en diversos idiomas, se deleitan leyendo sus libros; sin duda es uno de los mejores escritores de la humanidad, pero él, que fue incomprendido y menospreciado por sus compatriotas, para quienes fue un autor mediocre, alcohólico y loco, alcanzó notoriedad en Europa gracias a la traducción al francés que de su obra hiciera el gran poeta maldito Charles Baudelaire. De inmediato, Poe se convirtió en Francia en un autor de culto, y lo fue poco después en Rusia, Inglaterra y Alemania. Hoy en día, negar la influencia de Poe en la historia de la literatura sería como negar la influencia de Aristóteles en la historia de la filosofía.

Los grandes escritores rusos son, acaso, los escritores occidentales más valorados en Japón, y a ello han contribuido las múltiples traducciones que de autores como Tolstói y Dostoievski se vierten al japonés. Pero, además, los japoneses —al igual que los chinos— casi siempre disfrutan en traducciones de la lectura del Quijote, mas los lectores en español también leen, a través de traducciones vertidas directamente del japonés al español, el Genji Monogatari de Murasaki Shikibu y, del chino al español, el Sueño en el pabellón rojo de Cao Xueqin, dos obras maestras absolutas. Del Oriente son, pues, incontables los autores, antiguos y modernos, que en traducciones son leídos en el Occidente, y viceversa.

‘Sueño en el pabellón rojo”, de Cao Xueqin

Cao-Xueqin-498x728

La novela En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, fue escrita en francés, mas ha sido leída en todos los idiomas y, a la vez, grande ha sido su impronta en la obra de otros magníficos escritores posteriores a Proust. Por ejemplo: William Faulkner, que tantos discípulos dejó en la segunda mitad del siglo xx, la leyó en inglés y luego la reverenció cual un feligrés a la Biblia. (A propósito de la Biblia: ¿No fue escrita en hebreo, griego y arameo? ¿Ha sido únicamente leída en tales idiomas? ¿No ha sido leída y comentada en todos los idiomas existentes? ¿Quién puede medir con precisión la incomparable influencia que ésta ha tenido en el mundo? ¿No han jugado los traductores un rol preponderante en la influencia de este libro en la cultura universal? Las respuestas son tan obvias que no es necesario escribirlas aquí.)

Sea como fuere, los traductores son escritores, pues traducir es reescribir. Traducir es, asimismo, escritura. No importa que sea una traducción literal o recreada, fiel o infiel, buena o mala, pobre o rica; la traducción siempre es escritura. De ahí que no sea sorpresivo que Javier Marías dijera en más de una ocasión que su mejor libro era el Tristram Shandy, libro de Laurence Sterne que Marías tradujo al español. Y García Márquez, por ejemplo, al leer Cien años de soledad en la célebre traducción al inglés que llevó a cabo Gregory Rabassa, dijo que ésta —aunque claro que podía ser una estrategia comercial, aunque no deja de ser un elogio— era superior a su propia versión en español.

La importancia que los traductores representan para la literatura, por no decir para la cultura en general, es, al fin y al cabo, comparable a la de los editores, los escritores y los lectores. En una palabra, los traductores son elementos esenciales del oxígeno que da vida a los pulmones de la cultura. No obstante, existen publicaciones de libros cuyas editoriales ni siquiera el nombre del traductor colocan en el libro. Lo ideal sería que por lo menos el nombre del traductor aparezca en la portada o en una de las páginas iniciales (como es común ver en muchos libros traducidos), o que incluso (lo que nunca he visto) se le dedique una pequeña biografía en una página inicial o final, o en la solapa o contrasolapa del libro y, si es posible, una foto del traductor (como se hace con el autor). Pero no, lamentablemente no se hace así. El desdén con que son tratados los traductores —no ya únicamente en el mundo editorial, sino también en el ámbito de la cultura en general— constituye una bofetada a la equidad. Dicho proceder es un contrasentido, un despropósito, una vejación. Pero nadie ve ni recuerda el aire que respira, pese a que si una persona dejara de recibir oxígeno por unos cuantos minutos adicionales a lo que normalmente puede resistir, cesaría de respirar para siempre.

José Agustín Grullón

Abogado y escritor

José Agustín Grullón Nació en La Vega, República Dominicana, pero reside en Santiago de los Caballeros desde hace más de una década. Es licenciado en Derecho por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA) y agrimensor por la Universidad Abierta para Adultos (UAPA). Cursa además un postgrado en Legislación de Tierras. Ha cursado algunos diplomados sobre Derecho Inmobiliario, Bienes Raíces, Topografía y Derecho Sucesoral. Como escritor ha publicado el libro de cuentos Las ironías del destino (2010).

Ver más