Santiago. Se declara todo lo que leeremos cuando vemos que abre con la cita de Alejandra Pizarnik, «No puedo hablar con mi voz sino con mis voces». Es este epígrafe el que marcha la estructura y el contenido de Voces de mi voz (Enepoemario), la más reciente camada poética de Enegildo Peña. Nuestro poeta abre así un universo que se compone de tres planos existenciales interconectados marcados por las tres partes del libro: rutina, cuerpos y muerte. Sin embargo, cada una guarda otras realidades que podremos descubrir en su lectura.
Salvo la cita inicial, no voy a abundar en comparaciones con otros poetas, sino que iré marcando mi propia lectura del texto, quedándome en los márgenes de lo que propone el autor.
Las tres partes, Voz rutinaria, Voz de los cuerpos y Voz de la muerte, van dando cuenta de la exploración temática que, en esta etapa de su vida, el autor mantiene. Ya conocemos todo el verso que masculla como un mantra cada tanto: «Madre, la muerte es una sombra que camina». Pues en este poemario, la muerte habla, come, bebe, vive, ama y muere otras tantas veces sea necesario para Peña.
No necesitamos asegurarle a nadie en esta sala o quien lea este texto y conozca al poeta, que además de la muerte, el erotismo rezumará en cualquier esquina o página advertidamente: veremos las cosas dichas por su nombre y al mismo tiempo, intuiremos otras que la sospecha del deseo nos confirmará más tarde.
En Voz rutinaria hay 19 poemas titulados por nombres, donde la cama y el sueño son el escenario. El poeta apenas sale de los espacios íntimos: la cama, el baño, paredes, ventanas. No aparecen aquí lugares comunes como el comedor o la sala, se trata de su intimidad revelada, que se vuelve rutinaria, como la de otros, pero no por ello menos importante o poética.

Subrayo aquí versos como «El fósforo se enciende en su destrucción de madera», del poema El fósforo. O «Las manos son las diosas del deseo y la nada», del poema Mis manos regresan donde se aprecia la obsesión definitoria y enunciativa de la voz poética.
Otras obsesiones de este primer bloque son la noche, la luna y la sombra: en ellos se busca, se pierde y se encuentra. Hay, de cierto modo, una tristeza y una melancolía transversales en toda esta primera parte.
El bloque más copioso es Voz de los cuerpos, donde 25 poemas numerados declaran el deseo, la piel. Podemos ver ejemplo de ellos en el poema 4: «Dejas que tu piel/ hable con mi lengua/ en el único lugar/ donde Dios existe».
Dedicado a la negra que nunca encontró la luz, el escritor no abandona su condición de guía cuando en la nota de autor de esta parte indica formas de proceder con la lectura. Otro aspecto sorpresivo es que, aunque en este bloque solo se menciona la cama en el poema 3, la intimidad se intuye en estos versos que podrían comprender un texto completo, pero dividido en 25 partes. Y se subraya también aquí una eterna posesión de partes humanas, de cosas: todo es poseído por la voz o los otros.
Hay, igualmente, confesiones de amor, como en el poema 9, que citamos a continuación:
El alma de mis huesos está cansada,
no resiste el ansia de tus espejos.
La cortina de tu sombra,
deja sin luz mis adentros.
Me entregué por completo
y lo único que tenía,
pero te resistes a creerlo.
No me culpes
de tus dolores pasados.
Solo quise ser la luz
de la retenida sombra
de tus angustias.
Quizás el más claro y honesto sea el 24, donde el poeta y su voz no se guardan nada, que espero el autor nos complazca con su lectura al final.

En Voz de la muerte se ofrecen 15 poemas que sangran y huelen a cadáver. «La muerte es la otra sombra de la voz», dice el epígrafe personal de esta parte cuyo primer poema dedica a su madre, una cuestión que preocupa al poeta más allá de este libro, como hemos dicho antes. Y el segundo también, pero esta vez lleva su nombre de pila, no el apelativo cariñoso del vínculo.
En este cierre, la muerte se convierte en el telón de fondo que define y enmarca la rutina solitaria y la pasión entregada del poeta, dando a las otras voces un sentido de urgencia y fragilidad.
Voces de mi voz puede verse como un testimonio de cómo el ser/poeta/hombre se construye y se deconstruye a través de sus espacios privados, sus relaciones más íntimas y su inmensa conciencia de la sombra final que es la muerte.
«La muerte, siempre la muerte, dice un verso de este bloque». Diríamos que Enegildo vive mucho e intensamente, acaso porque sabe, muy bien, que vamos a morir. O para citarlo de nuevo: «Vivir es irse muriendo en cada instante».
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