No siempre las figuras públicas que acompañan a un diplomático se limitan a ser parte del decorado protocolar. A veces, sin anunciarlo, asumen un rol que hechiza y conmueve. Así ocurrió con la señora Grey Soriano de Raful, esposa del embajador dominicano ante el Reino de España, Tony Raful. Más que acompañar, doña Grey engalanó.
Durante una recepción privada, celebrada en el marco de la Feria del Libro de Madrid 2025, a la que asistimos un nutrido grupo de escritores dominicanos, la noche parecía concluir entre despedidas y abrazos, cuando el escritor Rey Andújar, llevado por la emoción del momento, dedicó unos versos a doña Grey.
Y esta, lejos de limitarse a agradecer, respondió con el arte: con voz melodiosa y presencia elocuente, nos regaló la recitación de un poema de uno de sus autores favoritos. Para revelarnos de quién se trataba, compartió una anécdota:
“Nosotros teníamos un gran poeta que decía que él iba a ser feliz el día que caminando por la calle El Conde alguien se le acercara y le dijera “Adiós, poeta”. Ese poeta me lo presentó mi esposo. Me refiero a Franklin Mieses Burgos”
Aquella escena nos tomó por sorpresa. Su dicción, su gesto preciso, la cadencia de su voz secuestraron, con dulzura, la atención de quienes aún permanecíamos en la sala. No era parte de la agenda de la noche. Su voz se alzó serena y firme, y recitó, de memoria y con emoción, unos versos que empezaban así:
“¿Qué me importaría a mí que tú tuvieras los cabellos de oro,
que llevaras en tus ojos todo el verdor del mar?”

Vestida con un conjunto que combinaba sobriedad y distinción, los labios pintados de un tono discreto, doña Grey recitó como si hubiera nacido en un escenario. Y en efecto, por unos minutos convirtió aquella sala de recepción en un escenario íntimo, donde sólo importaban la poesía y la presencia.
Su cadencia al hablar se tejía con naturalidad y señorío: una elegancia sin afectación y dominio sin altivez. La musicalidad del verso fue sostenida por sus ademanes, y la atención de los presentes se mantuvo. Uno de los asistentes agradeció a doña Grey por recibirnos en su casa, la residencia oficial de la embajada. Ella, con modestia, respondió: “Esta no es mi casa, es la casa de todos los dominicanos aquí presentes”
Desde entonces, me detuve a observarla con otros ojos. Su elegancia no era sólo de atuendo: había en ella una manera de estar, una sonrisa cultivada, un saber estar que hacía de sus gestos un acto de hospitalidad, diplomacia y de arte.
Comprendí entonces por qué su figura me resultaba tan familiar. Doña Grey, sin saberlo ella, y sin haberla conocido antes yo, era uno de los personajes que ya habitaban mi novela La expiación. Su voz, su porte, su espíritu de anfitriona poética ya vivían en mi ficción, como si el arte supiera antes que uno a quién convocar para sus historias.
Después de concluir mis compromisos literarios y académicos en España, ya de regreso en el vuelo a casa, me encontré revisando en mi celular los videos del viaje. Al toparme con la recitación de doña Grey, pensé que, quizás, cuando reedite La expiación, bien podría Agatha, uno de sus personajes, recitar algún poema de Mieses Burgos en alguna recepción. La vida, al fin y al cabo, siempre encuentra la manera de filtrarse en la literatura, aunque haya autores que insistan en que no somos autorreferenciales.
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