Dicen los que estuvieron con ella en unas de esas noches de besos comprados, que Enriqueta tenía el don de hablar con fluidez y de opinar juiciosamente sobre cualquier cosa. Vestía modestamente, pero limpia y nunca se le vio despeinada. En el trayecto que hacía desde su casa en el barrio “Punta Brava” hasta la Plaza, donde se encontraba todo el comercio legal o ilegal, del Ingenio Quisqueya. Levantaba miradas variopintas, algunas de lascivia, de extrañeza o de vergüenza.

Nunca faltó por ningún motivo a las pocas reuniones que se celebraban en la escuela para la conversación de las monjitas y los padres de los educandos de la escuela primaria Virgen de la Caridad del Cobre.

Tenía un caminar pausado, pero con ritmo, como si estuviera escuchando una música interior mientras desandaba los polvorientos senderos del sector que todavía no alcanzaba el grado de municipio.  En tiempo muerto, cuando toda actividad comercial se reducía a cero, ella, ni corta ni perezosa lavaba ropa ajena, revendía huevos o gallinas ponedoras, rifaba galones de aceite o sábanas, para el sorteo de los domingos y hay quienes aseguran que hasta ofició «horasantas cantada» en aniversario de difuntos.

Su personalidad enigmática agregó más misterio a mi adolescencia, así que, en la próxima zafra, cuando ella reinició su vida de prostituta de pueblo, me propuse conocer mejor ese raro espécimen de mi pueblito natal.

Durante mucho tiempo la observé con detenimiento y siempre fue la misma persona: Ni una palabra descompuesta, ni un tono más alto que lo normal, ni un vestido con escote ofensivo, ni una falda por encima de las rodillas, ni un milímetro más del colorete acordado.

Cuando reuní los 5 pesos que costaría pagar el hotel de paso, y los honorarios por servicios sexuales prestados, me aventuré pasada las nueve de la noche a buscarla en la plaza. Tuve que mentir varias veces antes de llegar a ella, pues siendo un mozalbete en un pueblo pequeño todo se conjuraba en mi contra. Cuando cerré la puerta y ella se desamarró el pelo, quise socializar un poco para aligerar mi miedo de la primera vez, parecer más ducho y entrar en ambiente.

―Usted es rara. Le dije, privando en más adulto de lo que era. Trabaja como prostituta y nunca le he escuchado una mala palabra, nunca le he notado una actitud indecente ni le he visto mover las caderas para buscar clientes. Entonces ella me miró con ojos inolvidables y respondió:

―Es que yo soy “cuero” aquí, en la plaza. Fuera de esa puerta, está el mundo, también la sociedad y están mis hijos.

Cuando ella entró al cuartucho de baño para asearse para la jornada, puse los 5 pesos en la mesita y escapé del hotel. Iba llorando todo el camino. Recordaba sus palabras y la noche me pesaba en el alma. Por muchos años estuve convencido de que la prostituta era yo.

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EN ESTA NOTA

César Sánchez Beras

Poeta y narrador.

César Sánchez Beras. Poeta y contador de historias. Doctor en derecho por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y licenciatura en pedagogía por Framingham State College. Ha publicado poesía, cuentos, teatro y novela; gran parte de su obra ha sido traducida al inglés y al italiano. Sus reconocimientos incluyen dos premios por dramaturgia, tres por literatura infantil y ocho por poesía. Es colaborador de la Academia Norteamericana de la Lengua Española [ANLE], miembro de la Sociedad de Honor de Merrimack College, Poeta Laureado de Cambridge College, Lawrence, MA. y miembro de la Unión de Escritores Dominicano [UED].

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