Primera parte
Esta mañana salí de madrugada a la calle de mochilero clásico. Dejó atrás los cerros de Bello, los bullicios de los carros y las ases de los perros. Los cerros de Bello me desgastan las suelas de mis zapatos acompañado con una modelo en blue-jeans. Pasé el puesto de arepas de las hermanas Graciela y Gloria. Me despedí de ellas pues están de pie desde las cinco de la mañana. Ya han puesto la fritanga y el tinto es aromático. Me desean que vaya con Dios.
En la intersección de las lomas, tomé un taxi amarillo. “Buenos días señor, me lleva al Terminal del Norte. El chófer me hace un gesto placentero. Es un chófer ancestral que me ayuda a secarme las gotas de lluvias refrescantes de otoño. Siempre tengo buenas migas con los conductores.
Se llama Emanuel vive en el vecindario pero es de Monterías, costeño. Conocía mi siguiente ruta escarpada y había hecho las catorce horas de viaje en autobús. El conductor me habló de la justicia social, la equidad y aclaraba que era respetuoso con los ricos pero que ellos no dejaban gobernar al presidente Petro. En diez kilómetros a la estación quiso expulsar, no a conservar, su frustración con la clase política del país. Es impredecible opinar sobre un carácter desconocido aunque don Emanuel me pareció una persona bendecida, inteligente, buen padre y un salsomano. Don Emanuel tiraba las cartas de la vida y la fortuna sobre el volante donde colgaban la virgen de los suspiros.
Llegué a la estación y sin darme cuenta estaba feliz. Don Emanuel tenía la madurez de quién llega con satisfacción a esa etapa de la vida sin cabellos. “Buenos viajes, señor Juan”. Le pagué con algo de propina. “Qué tenga un lindo jueves”, le replicó.

Tenía el boleto en mis manos para abordar el bus de la compañía Brasilia. Son cómodos y seguros para el transporte de montañas. Los estrené cuando viaje del Cuzco a Puma en un coche cama. Es una mimada, pero me gusta escoger asientos que den a las ventanas. Cuando viajo no duermo. Tengo la mirada cleptómana y muy provista de asombros y júbilos diurnos.
Pues, los ojos se doblegan a la ruta como la perplejidad de un niño cuando ve el mar por primera vez. Me rindo al paisaje, me entretiene la geografía, el ganado, los ríos, las cascadas, los nevados, los cañones, los techos de adobe con los colores de las fachadas de mampostería. El tendido y secado al aire de la ropa a seis mil pies de altura, también me distraen. Me interno a los episodios históricos de la geografía como relata el cine épico. Viajar en un bus es como ser protagonista de una cinta de largometraje.
No cierro los ojos a los contornos ni a las alturas de Colombia. No me falta confianza cuando los pasajeros están a la merced de un conductor desconocido que se hizo la prueba de alcoholímetro y que lleva el volante sin pensar en accidentes. El conductor veterano ha hecho la ruta cientos de veces. Y son creyentes de la virgen de Lourdes.
Por la ciudad de Medellín el bus va despacio, el chófer aguarda, lo toma suave fuera de la estación. Sin embargo está consciente de que manejar es un oficio serio, se despide del portero, recibe algunos encargos; lleva cartas y mandados y le dice adiós sin palabras a sus compañeros como si se estuviera despidiendo de este mundo. Medellín es atrayente, perturbadora, se conocen sus encantos, es una ciudad dónde los placeres abruman.
El chófer es un artista del volante hace curvas, hace líneas y celadas con pinceladas limpias y sin equivocaciones. El sabe que un pequeño error en la carretera dañaría el destino de sus buenos pasajeros. Maneja con dignidad, obedece las reglas, está alerta con cierta fría resignación. La costumbre los ha hecho así, no titubean en el volante por el contrario tienen el tesón de mostrar determinación ante el instante temeroso. Estos club de conductores de las montañas son prudentes, piensan que viajar es un derecho y su deber intenta superar su responsabilidad.
La conducción es un oficio íntimo, es poesía viva e intrépida, se vigila todo lo que se aproxime en el horizonte estelar e impredecible. Es un defensor de los buenos viajes. No le avergüenza los viajes familiares, de difuntos, de negocios, ni de los políticos ni los mochileros internacionales. El es el jefe absoluto del bus y de la carretera para él no hay privilegios para los cantaclaros. El volante es una fuerza, un código no escrito de supervivencia, allá en la sierra imponderable. Allá el viento y la neblina son más poderosos que las palabras.
Existe la muestra vívida de que en cada puerto o parada tanto el chofer como el marinero dejan un amor, una trifulca o una familia. Se cuentan que pican y comen pero se van porque están obligados a regresar a la carretera y, muy a su pesar, dejarán una herencia, dejarán esa tensa pasión de caminos mientras que se cuidan mucho de no dejar inscritos sus apellidos. Son fieles a la máquina, al motor, son puntuales a sus paradas y a los destinos que le marcan.
Los conductores colombianos me recordaron los choferes a vivarachos de las rutas de los campos, pueblos y ciudades de la banda Oriental de Puerto Rico. En la isla le llaman guaguas a los buses. Tengo frescas memorias de los choferes de su personalidad enamorada y teatrera en las carreteras. Se jactaban de filósofos, políticos, mujeriegos, deportistas, abogados. Ya casi han desaparecido de nuestra transportación y las carreteras. Pero aún quedan algunos que son hermanos fraternos de los choferes colombianos.
No importa qué país, un chofer es conductor para toda la vida. Ellos son un patrimonio vivo por los caminos del mundo. Son figuras que brindan simbólicas asociaciones como aquella relación entre el jinete y su montura, el capitán y su nave y el piloto y el aeroplano.
En el cine abundan las películas rodadas en los autobuses. Hay algunas con mucha cartelera internacional. En “Carne trémula” de 1997, Pedro Almodóvar armó una cena con Penélope Cruz dando a luz en un autobús urbano de Madrid. En México el cine de ruedas es más sórdido. Hay películas míticas donde los camiones son utilizados como mulas que gestionan el tráfico de drogas.
Hay un cine de guerra donde los autobuseros se salvan de milagro de los ataques del fuego enemigo. Creo que la película ,”Speed” se ha convertido en un clásico de la tensión narrativa sobre ruedas. Y los actos eróticos en los autobuses ocurren a diario sin que el chófer se entere. En la cinematografía, los choferes son protagonistas y los autobuses son escenarios de los Cíclopes en las carreteras. Bueno, el séptimo arte se toma en serio a los choferes y los autobuses.
El dramatismo está concentrado en la estrecha carretera que para los pelos y que te sacan el alma. Los choferes de los Andes son humanistas. Ellos saben esperar el cambio, suenan bocinas hasta que la carretera montaraz vuelve a quedar libre otra vez. Sí el chófer encuentra otro más fuerte lo evita o lo deja pasar, son legiones de camiones que vienen de Bogotá. Los evocan, son los gloriosos que exigen adelantar porque son las ruedas ocultas de la cordillera. Son césares de la vía, no cuentan las horas, no cierran los ojos.

El conductor es el cabecilla de la epopeya diaria no le faltan aduladores y detractores. Es un pirata y no duda de llevarse un botín durante el asalto a la carrera. En cada parada sella su jefatura. No paga ninguna comida en los comedores o paradores y sabe dónde detenerse para descansar o tomar café, sabe dónde lo reciben como un rey. El infatigable conductor viene del sur y cuenta que llegará mañana a las costas norteñas de Cartagena de Indias y de Barranquilla.
El tiempo de conducción es sangrado, no hay discursos ni vallenatos, a veces se escucha un blues melódico de Louisiana, es todo. El conductor de la sierra Occidental de Colombia es un compañero de ruta del pasajero y triunfa en él la idea de la libertad. Triunfa el noble acuerdo de que cada pasajero llegue a su destino sin importar cuál es su cumbia ni sus conjuros. Comenzamos a subir, ahora el paisaje es campo y bosque. Por fin, la ruta hacía Cartagena de Indias está limpia y despejada. Entonces, se convierte en un león de la ruta. El chófer bolivariano es un libertador que carga con los sueños ajenos en su acelerada marcha hacia las nieblas y las murallas.
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