
Pocas veces se dan fenómenos en el universo literario en los que un escritor o escritora irrumpe con un primer libro de factura literaria que deba ser tomado en cuenta. Sin embargo, en su texto Agonía desmedida, la escritora dominicana Masako Satake logra imponerse con una poética cargada de erotismo y un errar narrativo deslumbrante, propio de una poesía dolida de espera.
Con versos hondamente sumergidos en una sublime sensualidad, su poesía aparece claramente bordada de una irreverencia asumida sin poses, pues el lector siente que se trata de un ritual de desahogo, una liberación de la represión impuesta por la crianza femenina.
La autora, sin saberlo, se adentra en los mundos de Heidegger cuando este plantea que la crisis o angustia existencial es una experiencia humana profunda que se presenta cuando una persona cuestiona el sentido de la vida, sus valores, sus propósitos o incluso la realidad misma¹. Y es que la agonía de Masako no es más que eso: una angustia existencial.
Es por ello que en la poética de M. Satake hay un elevado despliegue metafórico que la sitúa en una metamorfosis temporal. Vuelve sigilosa a sus recuerdos, intentando no despertar los valores que la curtieron; pero el campanario de su inocencia repica entre ritmo, musicalidad y el donaire de su estilo escueto y, por qué no, hasta agridulce de su poemario.
Esta autora deja fluir por su río de versos el andar de un puritanismo salvaje que petrifica las almas y los corazones de la mujer en sociedades como las nuestras. Veamos cómo lo enuncia en su poema Pecado original:
“No comas de ese árbol porque morirás.
No sucedió tal cosa,
la sentencia falló,
pero al verme desnuda
mi inocencia sí murió.” (p. 37)
En ella hay una poesía sublime y subliminal, un cuestionamiento a los rituales de la moral social del pasado. Masako emprende una búsqueda por los suburbios de los territorios prohibidos de lo sexual, con tal sutileza que la vuelve inocente de lo que quiera o pueda pensar el lector.

Aun así, existe un viaje hacia la interioridad de su alma: un ir a barrer los demonios exorcizados del desamor. Así lo expresa en su poema Mi interior:
“Mi interior está lleno de esqueletos acumulados,
de sombras que insisten en quedarse en mi mente.” (pág. 33)
Del mismo modo, rompe la cobardía de exponer al escrutinio del lector las agitaciones del amor y el desamor, como se aprecia en el breve poema Intangible:
“Las visibles cicatrices
son solo una muestra
de las que en el alma
ocultas están.” (p. 32)
La autora revela una mente de madurez existencial, una forma liberada de pensar, ver y asumir la vida. Por ello, su poética transmite una pasión contenida, tratada con belleza y estética en el abordaje de la sensualidad, la cual tiende un puente invisible hacia el alma de voces que, como pintadas en la pared del silencio, parecen atormentarla.
En esta primera apuesta literaria, si bien se percibe la desnudez de la intimidad —el reabrir de cicatrices que sangran tinta en las páginas—, también se deja flotar, con sutileza, ese sabor de seguridad y responsabilidad sobre los propios actos, al desnudo de una voz que la llama desde un corazón reciclado de amor: Del polvo vienes… (pág. 50).
Estos atributos no son una mera decoración poética, sino sentimientos plasmados con un delineado artístico que le impide caer en lo vulgar. Su poesía está bordada de una irreverencia asumida sin poses; se siente como un ritual de desahogo frente a la represión ejercida, en muchos casos, por una crianza femenina restrictiva, que no debe confundirse con la inculcación de valores positivos.
Es una poesía sin rebuscamientos en el templar del lenguaje: el verso discurre sobrio y ligero, pero al mismo tiempo cruel y crudo en su decir. Hay en ella una desconexión de la seudomoral, una crítica mordaz e irreverente al canon eclesiástico que impuso mentiras como supuestas verdades, cortando en su momento las alas del vuelo carnoespiritual.
La poesía se convierte aquí en una pócima para sanar el tormento espiritual de los ardientes y rebeldes años juveniles. Cada estrofa parece intentar suturar las heridas dejadas por el amor que pudo ser o por aquel que ni siquiera rozó la terquedad de lo deseado.
Ciertamente, en la poesía de Masako hay una catarsis literal desde la cual libera la acumulación de altares donde vistió amor y entrega. La poeta ha renunciado a partir de mundos ficticios para construir su poética en Agonía desmedida y, por el contrario, ha elegido valientemente sus propias experiencias como referente estético, tocando al lector desde múltiples aristas emocionales y memorísticas.
Otros podrían afirmar que Agonía desmedida es un libro-templo de confesiones, un ritual donde la autora se desnuda, se despoja del dolor, cura heridas y cose simbólicamente los arañazos del corazón. Lo imposible de decir se vuelve, en Masako, goce estético.
Si asumimos que escribir un poema es una revelación de la interioridad de quien lo crea, entonces Masako ha volteado su vestido espiritual para mostrarnos, en la serenidad de sus páginas, una microhistoria de amores y desamores. Su agonía desmedida es un río crecido que arrasa culpas impuestas, como un madero hecho cruz.
En ese río turbulento, Masako desentierra presencias emocionales incómodas, tanto que, por momentos, la conducen a una poesía del dolor y de la angustia humana —sin asemejarse a la angustia vallejiana— y, en otros, a una poesía de satisfacción amorosa que desemboca en el mar de páginas que hoy nos entrega.
Y es que, cada poema de Masako es como si un dios le dictara cada verso; quizás por eso sus poemas son un regalo clandestino para el alma y vida de sus leyentes, en esos (sus poemas) hay peluzas de desvelos, en ellos cuasi enarbola el alma cual cuerpo que piensa, por lo que leer sus poemas es una penitencia estética literalmente calqueada de la agonía y el dolor de un ser que se pasea por estas páginas de su libro fragmentos de su existir.
¹ Heidegger, M. Ser y tiempo, trad. Rivera, Ed. Trotta, 2009, pp. 39-40.
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