La 31ª Bienal Nacional de Artes Visuales de la República Dominicana, celebrada en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, se ha convertido en un acontecimiento que desborda la simple noción de exposición colectiva para transformarse en un espejo de las tensiones, las búsquedas y las contradicciones del arte dominicano contemporáneo. Dedicada a la maestra Elsa Núñez, pintora de sensibilidad inconfundible y de un lirismo que ha marcado generaciones, la Bienal parte de un gesto de homenaje que, más que nostalgia, funciona como recordatorio de una tradición viva. Núñez, con su equilibrio entre forma y emoción, entre materia pictórica y pensamiento poético, encarna esa doble necesidad de raíz y de riesgo que recorre toda la muestra. Pero más allá del homenaje, esta edición se impone como un espacio de debate, donde los límites entre lo permitido y lo posible se vuelven porosos y la conversación sobre el arte se mezcla con la discusión sobre las reglas, la ética y la institucionalidad.

31 Bienal Nacional de Artes visuales: entre homenajes, polémicas y renovación

La escogencia, a cargo de Raúl Morilla, Lilian Carrasco e Hiromi Shiba, tuvo la ardua tarea de seleccionar poco más de doscientas obras de entre más de seiscientas propuestas, un proceso que exigía equilibrar excelencia técnica, fuerza conceptual, diversidad generacional y pertinencia temática. El resultado es un panorama amplio que incluye pintura, escultura, instalación, fotografía, video, obra gráfica y formatos híbridos que desafían cualquier clasificación rígida. Esta pluralidad, que en principio es una virtud, plantea también retos: cuando una convocatoria tan amplia abre las puertas a múltiples lenguajes, el riesgo de desigualdad en la calidad se vuelve inevitable, y no todas las piezas alcanzan el mismo nivel de rigor formal o de intensidad poética. Hay obras que parecen presentadas a medio camino entre el taller y la idea, como si la urgencia de participar pesara más que el tiempo de maduración. Sin embargo, la Bienal acierta en proponer un mapa donde conviven artistas emergentes y creadores consagrados, en un diálogo que a veces es armónico y otras veces tensamente productivo. Esa mezcla de generaciones no es solo una estrategia curatorial, sino una declaración de principios: el arte dominicano no pertenece a una sola edad, ni a una sola sensibilidad.

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La premiación de la Bienal así lo demuestra: los galardones resultaron en general acertados y contribuyeron a clarificar el panorama, señalando obras de indiscutible calidad. A pesar de las polémicas y de la tensión propia por el galardón a la “obra de la palma”, el jurado de premiación —integrado por Yina Jiménez Suriel, Orlando Isaac y Allison Thompson— desempeñó una labor seria y bien fundamentada, avalada por la institución que los convocó. Su criterio, sin pretender una verdad absoluta, permitió que los distintos niveles de selección y reconocimiento destacaran las propuestas más significativas, ofreciendo un resultado que equilibra rigor y sensibilidad artística.

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El montaje museográfico es, sin duda, uno de los grandes aciertos de esta edición. El recorrido por el sótano, el primer piso y el segundo piso ofrece una experiencia escalonada, casi narrativa. En el sótano se concentran obras de instalación y fotografía que invitan a la introspección, a descender no solo físicamente sino también simbólicamente hacia un territorio de memorias, sombras y silencios. Muchas de estas piezas, aunque no premiadas, sorprenden por su calidad y su capacidad de interpelar al visitante desde lo íntimo. El primer piso despliega un diálogo más abierto entre pintura, escultura e instalación; aquí el espectador puede rodear las obras, apreciarlas desde distintos ángulos y experimentar una sensación de luminosidad que contrasta con la densidad del nivel inferior. El segundo piso, en cambio, ofrece una amplitud casi abrumadora: la cantidad de piezas y la distancia entre ellas exigen tiempo y paciencia para que cada una encuentre su espacio en la mirada del visitante. Esta amplitud puede provocar fatiga o dispersión, pero también abre la posibilidad de encuentros fortuitos, de relaciones inesperadas entre obras que, de otra manera, no dialogarían. La iluminación, en general bien resuelta, a veces resulta desigual: en algunos rincones la luz es demasiado agresiva, en otros demasiado tenue, un detalle menor que, sin embargo, incide en la percepción.

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Si algo caracteriza a esta Bienal es la intensidad de las discusiones que ha generado. La obra Lo que se saca de raíz, vuelve a crecer, de David Pérez Karmadavis, una palma real presentada como escultura viva, se ha convertido en el epicentro de la controversia. Premiada a pesar de que el reglamento prohíbe el uso de materiales perecederos, la pieza ha desatado críticas de colectivos como el Colegio Dominicano de Artistas Plásticos, que cuestionan la flexibilidad con que se aplicaron las normas. Más allá del debate legal, la obra plantea interrogantes de fondo: ¿puede un árbol ser una escultura?, ¿hasta qué punto el arte puede apropiarse de lo vivo sin incurrir en gestos de espectáculo?, ¿debe una Bienal adaptarse a los nuevos lenguajes a riesgo de contradecir sus propias bases? La palma de Pérez no es solo un objeto botánico, es un símbolo ambiguo que remite a raíces culturales, a memorias de país, a una naturaleza que se resiste a ser domesticada. Que haya sido premiada revela tanto la audacia de los jurados como las fisuras de un reglamento que no termina de ajustarse a los desafíos del arte contemporáneo. Su impacto es innegable: provoca, irrita, fascina. Pero también deja la incómoda sensación de que el ruido mediático amenaza con eclipsar otras búsquedas menos estridentes y quizás más profundas.

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Paradójicamente, la misma polémica que atrae visitantes y titulares amenaza con eclipsar otras obras de enorme valor. El Gran Premio concedido a Lucía Méndez por su Ritual de sanación es una de las propuestas más conmovedoras de la Bienal: un trabajo que combina fuerza visual y profundidad simbólica, donde rostros marcados por el cansancio y la fragilidad humana dialogan con una puesta en escena que sugiere la posibilidad de reparar las heridas colectivas. Es una obra que apuesta por la emoción sin renunciar a la reflexión, un recordatorio de que el arte puede ser bello y crítico a la vez. También merece mención Holocausto, 8 de abril de Mayra Johnson, una pieza que confronta al espectador con la memoria de las tragedias históricas y la necesidad de no olvidar; la instalación de Soraya Abu Nabaá, que mezcla raíces, materiales orgánicos y referencias a la identidad dominicana para hablar de tiempo y pertenencia; el Botiquín de abstinencia de Jessica Fairxax Hirst, una propuesta que juega con objetos cotidianos para cuestionar hábitos de consumo y dependencia; y trabajos como Mambo apocalíptico (el merengue del tardígrado) de José Levi, El sueño de la libélula de Yéssica Montero o Alain de Yamil Fued Koussa, que confirman la vitalidad de un arte capaz de moverse entre lo humorístico, lo onírico y lo apocalíptico sin perder consistencia formal.

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En este recorrido más amplio, se advierten también piezas que, pese a su buena factura técnica, parecen atrapadas en un formalismo que las vuelve previsibles. Algunas pinturas de gran formato repiten esquemas de color y composición que evocan décadas pasadas sin aportar una lectura renovadora; ciertas esculturas, aunque impecables en su ejecución, se perciben frías, más preocupadas por la corrección que por el riesgo. Estas obras, que en otro contexto podrían lucir, aquí quedan opacadas por propuestas más audaces que entienden que la Bienal es, ante todo, un laboratorio de experimentación. Sin embargo, incluso esas piezas menos logradas cumplen una función: recordarnos que la escena artística es un territorio en disputa, donde el fracaso y la búsqueda conviven con la misma legitimidad que el acierto.

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La diversidad generacional es otro de los puntos luminosos de esta edición. Ver a artistas jóvenes compartir sala con nombres de larga trayectoria no solo enriquece el panorama, sino que también permite medir el pulso de una escena en constante renovación. Sin embargo, esa convivencia no elimina las jerarquías invisibles: los consagrados siguen atrayendo miradas y comentarios, mientras los emergentes luchan por hacerse notar. En algunos casos, la experimentación de los más jóvenes corre el riesgo de ser vista solo como una curiosidad, mientras que la maestría técnica de los veteranos recibe un respeto automático. Esta dinámica, inevitable en cualquier Bienal, invita a reflexionar sobre los criterios de valoración y sobre cómo las instituciones pueden equilibrar tradición e innovación sin caer en favoritismos.

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La curaduría, aunque valiente, podría haber apostado por una mayor radicalidad en la disposición de las obras para romper con ciertas zonas de confort visual que el visitante reconoce demasiado rápido.

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La dedicatoria a Elsa Núñez adquiere, en este contexto, un significado profundo. Su obra, que siempre supo equilibrar experimentación formal y compromiso poético, sirve de puente entre la tradición y las búsquedas actuales. En muchos sentidos, la Bienal parece dialogar con su legado: la idea de que el arte debe ser bello y a la vez inquietante, que debe mirar al presente sin olvidar las raíces, que debe sostener la tensión entre forma y emoción. Quizá por eso la palma de David Pérez Karmadavis, con todo su escándalo, termina siendo una metáfora involuntaria de la propia Bienal: lo que se arranca de raíz, si es verdadero, vuelve a crecer.

31 Bienal Nacional de Artes visuales: entre homenajes, polémicas y renovación

Recorrer esta exposición es, finalmente, un ejercicio de paciencia y de apertura. No basta con una mirada rápida ni con la curiosidad por el escándalo. Cada sala exige detenerse, escuchar, dejarse afectar. Hay obras que seducen de inmediato, otras que incomodan, algunas que solo revelan su intensidad después de un tiempo de contemplación. Esa variedad, que puede ser agotadora, es también el signo de una Bienal que no se conforma con agradar, que asume el riesgo de incomodar para provocar reflexión. El visitante que se permita ese tiempo encontrará no solo piezas de alta calidad técnica, sino también preguntas que resuenan más allá de los muros del museo: sobre la relación entre arte y naturaleza, sobre la memoria colectiva, sobre las tensiones entre regla y libertad, entre belleza y crítica.

31 Bienal Nacional de Artes visuales: entre homenajes, polémicas y renovación

Al salir del Museo de Arte Moderno, lo que queda no es solo la imagen de una palma disputada ni el eco de una premiación polémica. Queda la certeza de que el arte dominicano, con sus luces y sus sombras, con su diversidad de lenguajes y generaciones, está vivo y dispuesto a crecer, aun cuando parezca arrancado de raíz. Esa es, quizá, la mayor enseñanza de esta 31ª Bienal: que el verdadero arte, como los árboles que se resisten a morir, siempre encuentra la manera de volver a brotar.

31 Bienal Nacional de Artes visuales: entre homenajes, polémicas y renovación

Plinio Chahín

Escritor

Poeta, crítico y ensayista dominicano. Profesor universitario. Ha publicado los siguientes libros: Pensar las formas; Fantasmas de otros; Sin remedio; Narración de un cuerpo; Ragazza incógnita;Ojos de penitente; Pasión en el oficio de escribir; Cabaret místico; ¿Literatura sin lenguaje? Escritos sobre el silencio y otros textos, Premio Nacional de Ensayo 2005; Hechizos de la hybris, Premio de Poesía Casa de Teatro del año 1998; Oficios de un celebrante; Solemnidades de la muerte; Consumación de la carne; Salvo el insomnio; Canción del olvido; entre otros.

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