Dedicado a mis compañeros de la promoción DLS 73, a mi familia, y a quienes, desde la lectura atenta y silenciosa, acompañan estas reflexiones con conciencia crítica y afecto.

En el umbral de un nuevo año, cuando el calendario avanza pero la vida cotidiana sigue igual de cuesta arriba, la República Dominicana se mira al espejo de su propia fatiga. No es un cansancio abstracto ni pasajero. Se siente en la mesa del hogar, en el precio del arroz, el pollo y el aceite; en el recibo de la luz, en el transporte, en el salario que no alcanza y en la incertidumbre persistente del futuro.

El país está cansado.

No de un gobierno en particular ni de una coyuntura específica, sino de un modo de ejercer el poder que se repite, se hereda y se normaliza. Un cansancio estructural, histórico, nacido del desgaste acumulado de prácticas deformadas asumidas como tradición política.

El poder como botín y la vida cotidiana como sacrificio

Mientras el poder se administra como botín, la vida cotidiana se encarece. Cada privilegio indebido arriba se traduce en carencias abajo. Cada contrato amañado, cada exoneración abusiva y cada nómina inflada terminan pagándose en el supermercado, en el hospital público sin insumos, en la escuela sin condiciones y en el barrio sin seguridad.

El salario no alcanza. El costo de la vida asfixia. La desigualdad se vuelve paisaje.

No se trata solo de una crisis económica, sino de una economía gobernada sin ética, donde el sacrificio recae siempre sobre los mismos: quienes madrugan, trabajan y cumplen, pero aun así no logran avanzar.

A ello se suma una decisión estratégica que ha marcado las últimas décadas: la priorización de una economía de servicios -finanzas, comunicación, transporte, turismo- sin un estímulo real y sostenido a la producción nacional. Se privilegia el consumo y la intermediación antes que la creación de valor. Se importa lo que podría producirse, se depende de lo externo y se debilita el tejido productivo interno.

El resultado es una economía vulnerable, poco diversificada, con empleos frágiles y salarios bajos, incapaz de generar bienestar duradero. Sin producción nacional fuerte no hay soberanía económica posible ni desarrollo que alcance a las mayorías.

Ese cansancio también tiene cifras. Al cierre de 2025, la deuda pública ronda el 59.7 % del Producto Interno Bruto. El endeudamiento del Sector Público No Financiero supera los 61,600 millones de dólares, y la carga por habitante se aproxima a los 7,191 dólares.

No es un número abstracto: es deuda que se paga con menos inversión social, mayor presión fiscal y un futuro más estrecho para quienes aún no deciden ni votan.

El deterioro institucional no ocurre de golpe; se construye lentamente. Gobiernos tras gobiernos heredan prácticas torcidas, las administran, las maquillan y, con frecuencia, las profundizan. Lo excepcional se vuelve costumbre; lo inadmisible, normalidad.

Fatiga moral y tiempos ambiguos

Vivimos tiempos ambiguos, marcados por una fatiga moral extendida. Una sociedad escéptica, desconfiada no solo de la política, sino del lenguaje mismo del poder. Se percibe que algo está mal, pero cuesta articular una alternativa colectiva creíble.

Ese vacío, cuando la crítica no se transforma en proyecto es terreno fértil para la degradación.

Surgen entonces los oportunistas y los “monstruos”: la banalización de la ética, la vulgarización de la vida pública, el autoritarismo disfrazado de eficiencia, el cinismo de ciertos “políticos” elevado a discurso razonable y la connivencia de grupos empresariales que prosperan en ese clima.

El abuso deja de escandalizar; el cálculo personal se legitima; la ausencia de límites se celebra como destreza.

Una lógica del poder deformada

Se ha consolidado una lógica del poder que vacía de sentido la idea de servicio público. Enseña que el Estado no se cuida: se aprovecha. Que el cargo no obliga: compensa. Que el poder no limita: habilita.

Senadores, diputados, alcaldes y funcionarios no llegan a representar, sino a ocupar; no a servir, sino a sacar provecho; no a administrar lo común, sino a gestionarlo como botín temporal.

Los partidos políticos, con demasiada frecuencia, funcionan como refugios de impunidad, donde la lealtad interna pesa más que el deber público.

Educación: una renuncia prolongada al futuro

La falta de educación de calidad no es un accidente: es una decisión sostenida en el tiempo. Un país que no educa, expone. Expone a sus niños y jóvenes a la pobreza heredada, al embarazo adolescente, a la deserción escolar y a la informalidad perpetua.

Nada de esto es una falla individual. Son consecuencias de un poder que renunció a cuidar el futuro. Cuando la escuela no protege, la calle captura. Cuando el estudio no abre caminos, el atajo seduce.

Así se reproduce el círculo del cansancio social.

Cuando el Estado renuncia a educar, compromete el porvenir; cuando también renuncia a cuidar la cultura, compromete la identidad.

Cultura: identidad convertida en cuota política

Así como la educación delata una renuncia al futuro, la cultura revela otro abandono: la administración de la identidad como pago político. El Ministerio de Cultura, llamado a resguardar las artes y el patrimonio, ha sido reducido con frecuencia a espacio de reparto, donde la visión cultural cede ante la conveniencia electoral.

No se trata de negar esfuerzos individuales, sino de advertir una práctica reiterada: la improvisación como política cultural. La cultura no se decreta; se cultiva con conocimiento, continuidad y respeto.

Un país que trivializa su cultura pierde relato, memoria y sentido. La cultura no es ornamento del poder: es su límite moral. Convertirla en botín político empobrece a la ciudadanía y a la democracia.

El cansancio como coartada

El cansancio explica.

Pero no absuelve.

No absuelve al político que convierte el cargo en botín,al funcionario que confunde autoridad con privilegio, al legislador que legisla para protegerse,

ni a una sociedad que, exhausta, deja de exigir coherencia.

Un país no se pierde cuando tiene corruptos;

se pierde cuando los normaliza, cuando deja de escandalizarse y el abuso deja de provocar indignación para producir resignación.

El daño no es solo económico: es moral.

Se degrada la noción de lo público como espacio de dignidad.

Se instala el cinismo como refugio emocional.

El joven aprende que el mérito no basta, que el estudio no garantiza, que la integridad estorba.

Aprende que “sabérsela buscar” rinde más que cumplir.

Así, la política deja de ser servicio, el poder deja de ser función y el Estado deja de ser institución para convertirse en mercado.

Lo más grave no es la corrupción, sino la adaptación social a ella.

Exigir cansa. Denunciar cansa.

Y comprobar que casi nada cambia cansa aún más.

Ese agotamiento opera como coartada moral:

“siempre ha sido así”, “todos lo hacen”, “no vale la pena”.

Entonces lo intolerable se vuelve tolerable; la impunidad, costumbre; el abuso, ruido de fondo.

Y cuando una sociedad aplaude al que burla las reglas, no está cansada: está renunciando a sí misma.

Responsabilidad, horizonte y qué hacer

Superar esta realidad exige algo más que relevo de nombres. Exige decisiones claras y compromisos verificables:

  • Reorientar el modelo económico hacia la producción nacional, la agroindustria, la industria cultural y la innovación, generando valor, empleo digno y soberanía económica.
  • Recuperar el sentido ético del servicio público, con rendición de cuentas real, sanciones efectivas y límites claros al privilegio.
  • Apostar de manera sostenida por la educación y la cultura como políticas de Estado, no como gastos prescindibles ni botines coyunturales.
  • Reconstruir la confianza ciudadana desde la coherencia entre discurso y práctica, y desde una ciudadanía activa que no delegue su dignidad.

Al cierre de 2025, esta es la radiografía del país: una sociedad cansada, golpeada por la desigualdad y por una lógica del poder que traicionó su razón de ser.

El país está cansado, sí

Pero el cansancio no es solo agotamiento: también es lucidez.

Es el momento en que ya no se puede seguir fingiendo que nada ocurre.

Ningún sistema corrompido se corrige solo. Un país no se levanta con consignas gastadas ni con nombres reciclados. Se reconstruye cuando rompe esa lógica del poder que lo corroe, cuando deja de admirar al que todo lo mueve con atajos y vuelve a reconocer el valor silencioso del que cumple sin alarde.

Aquí necesito detenerme.

Escribir no siempre es fácil. También a mí me pesa la realidad que nombro. A veces quisiera apartar la mirada. Pero me observo por dentro, me autocritico, tomo aire… y vuelvo.

Hay gestos mínimos , una lectura atenta, una frase breve, una presencia silenciosa que sostienen esta conversación y confirman que la palabra aún encuentra destino.

Escribir no cura, pero ordena.

No resuelve, pero nombra.

Y nombrar, en un país cansado, es una forma esencial de responsabilidad.

Que el inicio de 2026 nos encuentre despiertos, críticos y exigentes; que cada ciudadano, cada funcionario, cada líder recuerde que el verdadero poder no se mide en lo que se toma, sino en lo que se hace por el país.

Que la política vuelva a ser servicio.

Que el ejercicio del poder recupere su vínculo con la integridad, la ética y el respeto a la nación.

El país está cansado.

Que ese cansancio no sea el final del camino, sino el instante en que la conciencia se niega a seguir arrodillada.

Danilo Ginebra

Publicista y director de teatro

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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