Ante una situación de emergencia causada por un evento natural o un error humano, cualquier plan de comunicación medianamente profesional manda a la activación inmediata del comité de crisis y la designación de un vocero. Vital, para evitar dispersión, desinformación y mitigar el impacto en la reputación y la imagen empresarial o institucional.
En República Dominicana, sin embargo, eso escasea “como muela de garza”. A lo más que se llega, en ocasiones, es a halar tal estrategia de los cabellos, de oídas, sin una matriz científica que oriente la decisión.
Un ejemplo contundente es el caos comunicacional generado tras el desplome súbito del techo de la tradicional discoteca Jet Set cerca de la una de la madrugada del martes 8 de abril de 2025 con un saldo de 232 personas muertas y 189 lesionadas que disfrutaban la fiesta amenizada por el merenguero Rubby Pérez.
La empresa involucrada y el Gobierno evidenciaron hondas debilidades comunicacionales. Y la cosecha inmediata ha sido: crecimiento de la incertidumbre, incredulidad respecto del discurso de los emisores y, como consecuencia, instalación del malestar colectivo.
La empresa mostró debilidades con la repentina salida a escena de la veterana periodista María Elena Núñez, del equipo de comentaristas del talk show “El Sol de la Mañana” (Empresa RCC Media, de los mismos dueños del establecimiento siniestrado). Autopresentada como portavoz honorífica, enfatizó que se limitaría a leer, “objetivamente”, los comunicados de la empresa sobre el caso.
La ausencia de una gerencia de comunicación y de un plan de gestión de crisis se ha revelado en la insistencia de la periodista en su rol de vocera única, mientras conocidos actores mediáticos al servicio del mismo tinglado de medios quedaban lejos de administrar el silencio (silencio táctico); siempre terminaban en presentar el hecho como “accidente” y en respaldar a la familia propietaria, Espaillat-López, y, a la par, las hondas quejas del vecindario del negocio, con más pertinencia por la coyuntura, sobre abuso de poder ante sostenidos reclamos de contaminación sónica.
El Gobierno, por lo que se intuía, tenía como vocero al director del Comité de Operaciones de Emergencias (Coe), general del Ejército en retiro Juan Manuel Méndez. Él salió cada media hora a ofrecer información actualizada sobre rescate y recuperación por parte de las bridadas que activaban en la escena a expensas de equipos prestados. Innecesario, aunque comprensible.
Pero, concomitantemente, funcionarios se aparecían y, como siguiendo un guion de cine, ofrecían declaraciones plañideras de cumplido al tropel de periodistas.
Con inocultable afán de visibilización como protagonistas en la coyuntura de tensión y vulnerabilidad colectiva, ponían un tinte de espectáculo a una tragedia evitable con el solo hecho de que las instituciones dirigidas por ellos cumplieran sus funciones de inspección rigurosa de las edificaciones viejas y nuevas, especialmente donde frecuenta mucho público.
La experiencia con el caso Jet Set ha demostrado que, agotando el primer cuarto del siglo XXI, aquí predomina un paradigma extemporáneo basado en el más rancio funcionalismo, que asume la comunicación como elemento accesorio, prescindible, no como eje transversal fundamental determinante en todos los procesos.
Ese enfoque mediático, hace mucho superado en ámbitos internacionales, lleva a la grave confusión de información con comunicación; a creer que la población “pasiva” acatará automáticamente los mensajes diseñados por los “pensadores” y emitidos de manera vertical, autoritaria, a través de los poderosos medios de comunicación tradicionales y actuales.
Esa obsolescencia es muy costosa y en nada impide la erosión de la imagen institucional que se han construido colaboradores directos e indirectos. Sí garantiza la muerte de la savia de los emisores: la credibilidad.
Funcionarios de todas las gestiones estatales (Gobierno, Congreso, Judicatura), sin embargo, han ejercido aferrados a ese paradigma estéril, relegando los departamentos de comunicación a espacios de segunda o tercera categoría, sin presupuesto, al desprecio del personal profesional y a la designación por amiguismo, parentesco o arrumacos de personas no aptas o ajenas a la planificación de la comunicación.
Los procesos de comunicación están en sus cabezas y se ejecutan de acuerdo a como amanezcan. No creen en planes ni en prevención ni protocolo para tratar una crisis. Ven gastos en ellos.
Usted los puede identificar fácil. Se excitan con la palabrita “mediatur”, no la equivalente en español, ques visita guiada a programas de medios (debe sonar medio inglés, medio amanerado). Las visitas no obedecen a plan alguno, solo están orientadas a complacencia con programas amigos, que no son los pertinentes.
Siempre querrán salir a cualquier precio en los periódicos impresos, y en primera página, e ir a la radio y la TV, aunque tengan nada que decir. El asunto es satisfacer su ego. Nada de pensar en potenciales situaciones negativas.
Hay que evitar la crisis comunicacional en lo posible, pero una vez estalla, resulta difícil y todos los esfuerzos han de estar orientados a mitigarla; tarea imposible sin los conocimientos y la experiencia.
La improvisación con bolas de humo, pirotecnias y tiros al aire tan de moda en estas tierras solo contribuye al encarecimiento y, como mucho, a un solapamiento que tarde o temprano brotará como una tromba y arrasará con todo.
Quien desee ese destino, que opte por el facilismo de hablar por hablar después de la tragedia.
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