Era una mujer mayor, de esas que la vida ha ido puliendo con el tiempo, como una piedra que se vuelve suave tras tantas aguas pasadas. Ya no esperaba lujos ni milagros. Solo deseaba un poco más de vida para ver crecer a sus nietos, para sentir que sus hijos estaban bien… y, sobre todo, para volver a abrazarlos.

Cada semana, intentaba comunicarse con su hijo. Le mandaba mensajes, dejaba notas de voz, preguntaba por él a familiares. No pedía mucho, solo unos minutos de conversación, una pequeña señal de que aún contaba para él. Hasta que un día, finalmente, su hijo respondió la llamada.

—Hijo, ¿cómo estás? Yo estoy bien, lo único es que… me muero por verte.

El hijo, algo incómodo, le contestó con cariño contenido:

—Madre, no diga eso, no hable así. Usted sabe que la quiero, pero estoy ahogado en compromisos. El trabajo me tiene de arriba abajo…

Ella suspiró. Y con esa mezcla de ternura y sabiduría que solo dan los años, le dijo:

—Pues escúchame bien, hijo. Sé que si te llaman para decirte que he muerto, dejarás todo, correrás a mi entierro con el corazón hecho trizas… Pero yo no quiero flores en mi tumba ni lágrimas sobre mi ataúd. Prefiero que vengas ahora, que me abraces mientras aún respiro, que me mires a los ojos y me digas que me amas. Después… después ya no me voy a enterar.

Esas palabras removieron algo en él. Al día siguiente, se acercó a su jefe, don Nelson, y le pidió unos días para visitar a su madre.

—Mi madre está muy enferma —dijo con voz firme—. Tal vez no le quede mucho tiempo. Necesito ir a verla.

Don Nelson lo miró en silencio, y con tono seco respondió:

—Miguel, tú no eres médico. No vas a curarla. En cambio, aquí, en la empresa, tu presencia es clave. No podemos perder productividad por asuntos emocionales.

Miguel apretó los labios, conteniendo la rabia. Entonces preguntó:

—¿Y me dará permiso para enterrarla cuando muera?

El jefe bajó la mirada. Algo en su rostro se quebró.

—La mía murió hace más de tres años… —confesó, con la voz quebrada—. Y llegué tarde a su entierro. Pensé que con mandarle dinero y no hacerle faltar nada era suficiente. Pero no lo era. Hasta el final, me pedía un abrazo, solo uno… y nunca encontré el tiempo. Y ahora, lo único que no me perdono, es no haber estado ahí cuando todavía podía decirle “te quiero” a la cara.

Miguel lo miró en silencio. Ya no hacía falta decir más. Don Nelson le entregó el permiso sin decir palabra.

Ese mismo día, Miguel fue a ver a su madre. La abrazó como si quisiera detener el tiempo. Ella sonrió, cerró los ojos, y en paz, agradecida, descansó en los brazos de su hijo.

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Osiris Mota

Político

Soy Administrador, cooperativista, cofundador de Seguros Reservas, del Centro Asistencial del Automovilista y de Coop. Mano Solidaria, Consulto de Seguros ...

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