A lo largo de más de un siglo, hemos escuchado insistentemente la supuesta amenaza de una fusión entre Haití y República Dominicana. Es un fantasma que resurge periódicamente, sobre todo en momentos de tensión fronteriza, y que ha sido utilizado por sectores políticos y mediáticos para fomentar el miedo o justificar posturas seudonacionalistas. Sin embargo, tengo la convicción de que, si la fusión fuera realmente un proyecto impulsado por los países poderosos, ya se habría materializado hace mucho tiempo. Nada en la realidad geopolítica actual apunta a que tal propósito exista como una agenda internacional seria o activa.

Como señala Gustavo Olivo Peña en su artículo “La ‘fusión’ de República Dominicana y Haití no es idea extranjera” (Acento Digital, 11 de julio de 2017), muchas de las propuestas de unión entre ambos pueblos han surgido internamente, desde la intelectualidad dominicana. El caso más notable es el del expresidente Joaquín Balaguer, quien en su libro La Realidad Dominicana (1941) y en La Isla Al Revés (1983), planteó una fórmula de confederación entre ambos países, con una constitución compartida que reconociera, con restricciones, la doble ciudadanía. Balaguer sostenía que “una constitución paralela garantizaría la existencia en toda la isla de un régimen democrático fundamentalmente idéntico para los dos países”, y que esa carta orgánica conjunta serviría como límite a los abusos de poder.

Pero lejos de ser una visión integradora y solidaria, su propuesta respondía a una lógica defensiva frente al crecimiento demográfico haitiano, a una idea de contención migratoria y de dominio político del caudillo. No era un proyecto de complementariedad entre pueblos soberanos, sino un intento de preservar la dominicanidad bajo una estructura política común tutelada.

Estas ideas confirman que el verdadero desafío no está en unificarse ni en temer una fusión impuesta, sino en construir, desde la realidad compartida de la isla, una estrategia inteligente de desarrollo conjunto. La conectividad isleña no es una amenaza, sino una oportunidad para cooperar desde la diferencia, reafirmando la identidad y la soberanía de cada pueblo.

Lo real y concreto es que la isla que comparten Haití y República Dominicana alberga dos pueblos con destinos entrelazados por la geografía, la historia y las necesidades compartidas. Durante décadas, el relato político y económico de ambos lados se ha caracterizado por una mirada fragmentada, aislacionista y, en muchos casos, desconfiada. Sin embargo, el siglo XXI exige una transformación radical en la forma en que se concibe el desarrollo en territorios insulares. Es hora de proponer un modelo de desarrollo isleño que reconozca la conectividad como principio estratégico, sin negar la soberanía ni la identidad de cada uno.

Una isla es, por definición, un territorio limitado por el mar. Pero también puede ser un espacio abierto a la integración, al comercio, al diálogo y a la complementariedad. Esta isla caribeña, compartida por dos pueblos, es la segunda más grande del Caribe y la única dividida entre dos repúblicas independientes. Este dato geográfico debe dejar de ser una anécdota para convertirse en un eje de planificación.

No se puede pensar en la sostenibilidad ecológica, la seguridad alimentaria, la salud pública o la gestión de riesgos climáticos de un lado sin tomar en cuenta lo que ocurre en el otro. La isla compartida tiene una biósfera común, acuíferos compartidos, una vulnerabilidad sísmica y climática conjunta, y una frontera viva, dinámica, y alta porosidad. Ambos pueblos comparten más de 380 kilómetros de frontera terrestre, por donde cruzan diariamente miles de personas, bienes y servicios, en condiciones muchas veces informales y bajo modalidades de contrabando, sin control ni regulación efectiva.

Plantear la conectividad isleña no implica proponer una fusión política o una integración forzada. Por el contrario, significa reconocer que el desarrollo sostenible, resiliente e inclusivo pasa necesariamente por una visión cooperativa, complementaria y corresponsable. Esta perspectiva busca no solo mejorar las infraestructuras binacionales o facilitar el comercio, sino también integrar sistemas de salud pública, planes de protección ambiental, programas educativos y políticas migratorias más racionales y humanas. Es imposible pensar, por ejemplo, en una respuesta eficaz a epidemias como el cólera o el dengue sin mecanismos de vigilancia y acción conjunta. De hecho, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) ha advertido que la debilidad del sistema de salud haitiano constituye una amenaza regional.

Existen, sin embargo, nudos estructurales que siguen obstaculizando esta visión isleña. Uno de ellos es el nacionalismo excluyente, presente en ambos países, que alimenta discursos de amenaza en lugar de propuestas de cooperación. A esto se suman las profundas asimetrías socioeconómicas: mientras el Producto Interno Bruto per cápita anual de República Dominicana ronda los 10,000 dólares, en Haití apenas supera los 1,800, según datos del Banco Mundial. Estas desigualdades, lejos de ser abordadas con políticas de complementariedad, se convierten en argumentos para el distanciamiento. La desconfianza histórica y la debilidad institucional han impedido avanzar en una agenda de trabajo común, y la ausencia de una política regional caribeña sólida impide contar con mecanismos multilaterales de integración insular.

Pero quizás el mayor obstáculo hoy para un modelo de desarrollo isleño es la grave crisis política, económica e institucional que atraviesa Haití. El país se encuentra sumido en una espiral de violencia, con bandas armadas que controlan gran parte del territorio, un sistema judicial colapsado y sin un gobierno democráticamente electo. Desde el asesinato del presidente Jovenel Moïse en julio de 2021, Haití no ha logrado estabilizar sus instituciones.

La inseguridad ha desplazado a más de 360,000 personas dentro del país y ha paralizado buena parte de las actividades económicas. Más del 80% de la capital, Puerto Príncipe, está bajo control parcial o total de grupos armados, y la ONU estima que cerca del 45% de la población padece inseguridad alimentaria. En este contexto, pensar en proyectos de integración, corredores productivos o desarrollo fronterizo se vuelve extremadamente difícil. La fragilidad del Estado haitiano erosiona cualquier posibilidad de cooperación estructurada y sostenida.

Es precisamente por esta situación que preferimos hablar de pueblos y no de naciones. El concepto de nación implica la existencia de instituciones legítimas, soberanía efectiva y cohesión estatal, todos elementos hoy profundamente comprometidos en el caso haitiano. En cambio, hablar de pueblos permite reconocer la existencia de identidades históricas, culturas vivas, lenguas y trayectorias comunes, incluso en ausencia de estructuras políticas estables. Esta distinción no es solo semántica, sino profundamente política: apunta a construir puentes desde la realidad humana y cultural, más allá de las ruinas del aparato estatal.

Reivindicar lo isleño no es sinónimo de una nostalgia romántica ni de una visión tecnocrática. Es una apuesta política, ecológica, cultural y económica por una coexistencia inteligente entre dos pueblos. Es aceptar que ninguna solución a los problemas dominicanos será completa si ignora lo que ocurre en Haití, y viceversa. Que la salud pública, el comercio, el medioambiente y la migración requieren una visión territorial integral. Lo isleño no significa fusión, sino respeto mutuo, soberanía diferenciada en temas estratégicos y voluntad de diálogo.

El modelo de desarrollo isleño debe basarse en una identidad respetada y afirmada por cada pueblo, en una soberanía que reconozca la interdependencia, y en una complementariedad estructural que potencie lo que cada parte puede aportar a la otra. Es tiempo de construir políticas públicas binacionales, promover instancias de planificación insular participativa y formar nuevas generaciones en el respeto y la cooperación. Las universidades, los gobiernos locales, las organizaciones sociales y el sector privado deben sumarse a este nuevo paradigma.

Una isla partida en dos no tiene que ser una isla dividida. Puede ser una isla co-creada desde la visión isleña del futuro, donde el desarrollo no sea una carrera de obstáculos, sino un trayecto compartido con dos banderas, dos lenguas y una sola casa común.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

Ver más