Las mesas y las sillas del comedor estaban completamente vacías. Salvo una, ocupada por José Benito, compañero de viaje. Un señor espigado, de sonrisa suave, hizo su entrada repentina. —Buenos días— dijo. La energía del saludo vislumbraba una conversación agradable e interesante.
— ¿El café será de origen dominicano? — preguntó.
Acto seguido se respondió a sí mismo:
— Debería ser porque es demasiado bueno.
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José Benito Hurtado, profesor, viajaba conmigo desde Santiago de los Caballeros. Íbamos rumbo a la Casa San Pablo, Santo Domingo, llegamos pasada las 10:30 de la mañana. Nos tocaba participar en la investidura de la Universidad de la Tercera Edad (Ute), donde me correspondía graduarme de Licenciado en Comunicación Social.
La ceremonia de investidura concluyó. Por lo tanto, nos fuimos a almorzar al Barrio Chino, en la Zona Colonial. En el restaurante degustamos —además— cervezas chinas con mi sobrino, Luis Alberto y amigos capitaleños.
El registro en el Hostal San Francisco de Asís, en Gascue, se realizó luego de la primera celebración. Una siesta y una ducha fueron suficientes para reponer energía. Así arribamos a la segunda etapa festiva que se prolongó pasada la medianoche.
Concluido el jolgorio de tragos, cigarros, bocaditos y conversaciones de todo tipo y tamaño regresamos al hostal. Tato, nombre cariñoso de José Benito y yo, nos apostamos en el balcón con respectivas copas para no quedarnos cojos.
Al día siguiente, domingo 27 de abril, tocaba regresar a la “Ciudad Corazón”. Pero antes estaba previsto bajar al comedor del hotel a tomar café y a desayunar.
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Sorprendido por la pregunta — directa e indirecta a la vez— hice un paseo con la mirada por las mesas una por una. Solo dos estaban ocupadas, la primera por Tato y yo, la segunda la ocupó el señor recién llegado. Por lo anterior, concluí que la pregunta estaba dirigida a nosotros.
José Benito, ni tan siquiera imaginaba quien era ese señor con el que hablábamos como si fuéramos conocidos de antaño. Yo menos.
Nos explayamos, no obstante, en una conversación entre la especulación consciente y datos comprobados sobre las propiedades del café. Así, imbuidos en el sabor agradable al paladar, el aroma traído al olfato por la brisa y el calor, los efectos digestivos… Todo era magia desmontada en la realidad mañanera.
La infusión protagonista del diálogo se agotó en las tres tazas de los comensales. El café cedió el paso al desayuno consistente en mangú de plátano, huevos fritos con la yema blandita, salami y queso, según el plato.
El compañero de conversación sacó de una fundita plástica que traía enredada entre los dedos la mitad de un aguacate. Sin decir palabras se lo sirvió en su plato.
Poco tiempo después comprendí que el medio aguacate es una tradición institucionalizada en su cultura alimentaria.
— Y para tomar, preguntó la China, encargada de la cocina.
Los tres —como si fuéramos los tres mosqueteros— pedimos otra taza de café. A seguidas, las tres tazas fueron rebosadas de bote en bote para acompañar el desayuno.
La conversación enamoraba —como un ser de carne y hueso, con alma sentimental— se resistía al abandono. Negada a quedar en el olvido. Pero Tato y yo debíamos regresar a Santiago.
Como el deber llamaba, nos aprestamos a volver a la habitación para recoger las maletas. De modo que tocaba despedirnos.
— Bueno don, le dije. Tenemos que marchar hacia Santiago. Pero si me dices su nombre sabré quién nos regaló una mañana tan agradable como el aroma del café. Tan deliciosa como el desayuno.
El señor dijo entre dientes:
— Mi nombre es Manuel.
Pero parece que advirtió —antes que yo preguntara de nuevo— que no habíamos entendido ni pio. Por tanto, repitió:
— Bueno, mi nombre es en realidad Manuel Matos Moquete.
— ¡El maestro Manuel Matos Moquete! — repetí sorprendido.
Entonces, me puse de pie, olvidé lo de llegar temprano a Santiago y me preparé para hacer los honores reglamentarios a un maestro de la lengua y el estudio de la cultura del habla del español y la literatura. Se inició, en consecuencia, una nueva conversación.
El maestro nos invitó —a Tato y a mí— para la presentación de su libro: “Plinio, los años terribles”.
Sí, claro que asistí a la Biblioteca Pedro Mir, Auditórium Manuel del Cabral e invité a varios amigos. Tengo el libro en mi poder, en proceso de lectura.
Ya en el viaje de regreso, a mitad de camino, después de cruzar por la entrada de Piedra Blanca le dije a Tato:
— Tato, no se para ti, pero para mí, con este encuentro con Manuel Matos Moquete el viaje se pagó doble.
El diálogo, desde el 27 de abril pasado, sigue vivo por vías diferentes. Y seguirá…
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