Desde el presidente Rafael Trujillo hasta nuestros días, habría que recomponer el alfabeto para citar la cantidad de ministros y directores generales de los gobiernos dominicanos, que el rumor público etiquetaba como “trasgresor, corrupto, deshonesto y ladrón de los bienes públicos”. Sin embargo, nunca los presidentes dominicanos, tomaban cartas en el asunto, si no que hacían caso omiso, hasta que un decreto inesperado, demostraba al público, que hasta el río cuando suena, es porque piedras trae.
Se cuenta que el presidente Harry Truman en la reconstrucción de Japón, que continuó a la finalización con bombas atómicas, de la segunda guerra mundial, además del general Douglas MacArthur como comandante Supremo de las Potencias Aliadas (SCAP), encargado de la reconstruccion de las islas niponas, tuvo que sustituir sin someter a la justicia por corrupción, a varios embajadores plenipotenciarios de los Estados Unidos en Tokio.
Se indica que Truman para poner fin al problema designó en las funciones diplomáticas a uno de sus mejores amigos universitarios, hombre honrado, pulcro, honesto y serio. El amigo de escuela, lo llamó al final de sus primeros tres meses en el cargo diplomático, indicándole al presidente norteamericano que lo sustituyera “porque le estaban llegando a su precio”, y no quería quedarle mal.
No recuerdo algún presidente dominicano que, como Luis Abinader, haya sometido sus funcionarios públicos a lo que impone la ley. Desde un ministro de la Presidencia hasta un director de la lotería nacional, hemos visto de todo. El actual presidente dominicano ha facilitado que los funcionarios públicos de su gobierno, se batan en la inquisición y vergüenza de los tribunales de la Nación. Esa es también, la conducta con varios opositores políticos, esos náufragos en los mares de sus desatinos administrativos y actos de corrupción corporativa y familiar.
Los casos de real o probable corrupción o fraude, etiquetados en el Código Penal 74-25, artículos del 284 al 306, surgen espontánea o planificadamente, en el curso de la administración del poder.
El poder, desde Aristóteles, Tomás de Aquino, Maquiavelo hasta Antonio Gramsci, es una categoría que hace concurrir dominio y coerción con dirección y consenso. El poder se despliega por fuerza o hegemonía. Hegemonía, que, de acuerdo a Gramsci, es la capacidad de un grupo social de imponer su visión, valores y normas como «sentido común», logrando así, la aprobación de su dominación.
Nicolás Maquiavelo, citado por el periódico digital, El Comercio, por cierto, uno de los medios más antiguos de América en su forma impresa, indica que, como diplomático, autor, filósofo político, estratega y escritor florentino, en una carta a su amigo Francesco Vettori, fechada en Florencia, en abril de 1513, el autor de El Príncipe, escribió:
“La fortuna ha hecho que, no sabiendo razonar del arte de la seda, ni del arte de la lana, ni de ganancias ni pérdidas me convenga razonar sobre el Estado. Y por ello hago votos para quedarme callado o hablar solamente de esto último…Si las virtudes que un tiempo reinaron y el vicio que ahora reina no fuesen más claros que el sol, yo debería estar hablando con retención y prudencia. Pero como la realidad es tan manifiesta que todos la ven, tendré el ánimo de decir lo que entiendo sobre el tiempo pasado y el presente a fin de que en el ánimo de los jóvenes que lean estos mis escritos, puedan mis razonamientos incitarlos a huir de estos vicios y a hacer suyas aquellas virtudes.”
Fredrick Engels, en su obra el «Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado», afirma que el Estado no ha existido siempre, sino que es un producto de la sociedad en una fase avanzada de su desarrollo, ligado a la división de la sociedad en clases sociales. El Estado surge como una fuerza externa a la sociedad, cuya función es mantener el "orden" y amortiguar el conflicto de clases, mediante la fuerza y la coerción, estando al servicio de quienes ostentan el poder.
La corrupción en la evolución del Estado y la economía se ha impuesto como esquema análogo, contiguo o colateral para dirigir el Estado.
En el pasado siglo XX, Rafael Leónidas Trujillo y Joaquín Balaguer como presidentes, impusieron a horca y cuchillo, su «paz romana». Casi aniquilaron, ahogaron en sangre y sometieron a la obediencia, la oposición política con métodos draconianos. Como gestores políticos y comandantes militares efectivos, asumieron un conjunto de prerrogativas que los llevaron a enriquecerse o empoderar económicamente, su círculo de mayor confianza política, familiar y empresarial.
Este modo de utilizar el poder es una continuidad perfumada, de los métodos de regir en las antiguas Grecia y Roma, también en las democracias que se derivaron de la revolución francesa y en las democracias contemporáneas surgidas en la actual revolución digital e inteligencia artificial.
La corrupción es un comportamiento germinado en el modo esclavista de producción. Precisamente, en el momento de la humanidad cuando surgió el Estado, el ejército y lógicamente, los impuestos recaudados por quienes ostentan el poder.
Desde el esclavismo hasta nuestros días, quien triunfa política o militarmente, elimina adversarios. Se apropia de las mujeres, incauta riquezas y asume la propiedad de las tierras. Esa es la historia que llevamos impregnada en nuestros genes como modo político de comportarnos en el uso del poder.
En el poder, muchos triunfadores, despliegan avaricia, soberbia y lujuria, sobre bienes públicos. Modernamente, en la democracia, quien está en el poder se aprovecha de las prerrogativas del cargo público para enriquecerse.
Ese es el desafío generacional sobre el que Luis Abinader, Carlos Pimentel, Milagros Ortiz Bosch y Yenny Berenice, imponen transparencia sobre bienes públicos. Apuestan a crear el funcionario modesto, efectivo y de vida sencilla que requieren los tiempos modernos.
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