“Tánger es probablemente la única ciudad del mundo que es, en sí misma, un tema de conversación”. Lotfi Akalay, escritor marroquí

Una mañana del caluroso mes de julio del norte de África, me levanté bien temprano para dirigirme a la estación de tren de Rabat, la capital de Marruecos. La estación es hermosa e imponente, como muchas de las edificaciones construidas o reconstruidas bajo el afán modernizante del rey Mohammed VI. Allá me junté con varias amigas latinoamericanas que había conocido años antes en la asociación de sociología feminista a la que pertenezco. Como en Marruecos estaba viajando con otro grupo de amigas de la misma asociación con las que me comunico en inglés, me dispuse a disfrutar el poder hablar en español y pasarme un día relajado fuera del corredero de la conferencia a la que asistíamos esa semana.

Como les comenté en mi columna anterior sobre Rabat, esa ciudad me sorprendió con el constante contraste entre su historia antigua de capital fundada en el siglo XII y la nueva infraestructura y los cambios que anuncian la esperanza puesta en el futuro por la gente de Marruecos. Ver la enorme estación de tren Rabat-Agdal decorada con elegantes motivos marroquíes fue otro recordatorio de ese contraste. Lo que no me esperaba era que iba a montarme en un símbolo mucho más elocuente de ese futuro: el tren rápido que comunica a Rabat con la ciudad de Tánger. Ya sabía que Marruecos cuenta con una red ferroviaria impresionante por lo que había leído antes del viaje. La red empezó en el 1872 y fue expandida tanto por Francia como por España como parte de sus proyectos coloniales en el norte de África. Lo que no sabía es que también incluye el primer tren rápido del continente, el Al Boraq, puesto a operar por el gobierno marroquí en el 2018 y que toma poco más de una hora para comunicar ambas ciudades, llegando a una velocidad de más de 300 kilómetros por hora.

De hecho, mis amigas me relajaban porque, a diferencia de ellas, que habían comprado sus boletos más temprano, tuve que comprar un boleto de primera clase porque la noche anterior ya se habían acabado los normales. Y hasta ese boleto que costaba el equivalente a 38 dólares estadounidenses tenía un precio razonable para la comodidad y velocidad del famoso tren. En el Al Boraq pudimos contemplar los hermosos paisajes marroquíes mientras nos acercábamos a la ciudad portuaria ubicada en el legendario Estrecho de Gibraltar, el lugar donde más se acercan el continente africano y el continente europeo y se comunican el océano Atlántico con el mar Mediterráneo. El Estrecho fue por siglos el símbolo del final del mundo conocido por las civilizaciones antiguas europeas, demarcado por las llamadas “columnas de Hércules” o colinas a cada lado del Estrecho. Las “columnas” eran, por un lado, el peñón de Gibraltar en el lado europeo y, por el otro, se asume que se referían al monte Musa en Marruecos o al monte Hacho en Ceuta, la ciudad española al lado de Marruecos, en el lado africano.

Mis amigas y yo contemplamos hipnotizadas el Estrecho de Gibraltar desde varios lugares en la costa de Tánger, incluyendo el conocido Faro del Cabo Espartel. La belleza natural del Estrecho es simplemente majestuosa. Y saber que estando en África solo nos separaban 14 kilómetros del continente europeo era simplemente surrealista. Pero sabíamos además que el Estrecho ha sido uno de los lugares en los que han muerto cientos de personas migrantes intentando llegar a España, una triste realidad que nos hizo guardar silencio. La desesperación por la falta de oportunidades económicas que lanza a tanta gente a estos intentos suicidas es similar a lo que por décadas ha ocurrido en nuestro país con las yolas cruzando el Canal de la Mona hacia Puerto Rico. Incluso una de mis colegas, la fantástica socióloga mexicana Verónica Montes, quien se especializa en el tema migratorio, nos comentó que iba a volver a Tánger al final de su viaje en Marruecos y cruzar a España en barco para entender mejor esa terrible experiencia.

Quizás por eso también decidimos dedicarnos a disfrutar Tánger, honrando el momento presente, como cuando nos sentamos a ver el Estrecho desde el conocido Café Hafa en una colina al lado de la costa tomando el famoso té de menta marroquí. Y Tánger nos ayudó porque la ciudad es hermosa sin ser intimidante, llena de luz sin abrumar. De hecho, es una de las ciudades más antiguas del país porque inició como un puerto fenicio creado por lo menos ocho siglos antes de la era cristiana. Fue parte de diferentes imperios y civilizaciones, incluyendo la fenicia, la romana, la árabe, la portuguesa, la española y la inglesa, como se puede ver caminando por la ciudad todavía hoy en su diversidad de iglesias, órdenes y mezquitas. A inicios del siglo XX se convirtió en una zona neutral internacional que no solo servía de refugio a personas de diferentes religiones (musulmana, cristiana y judía), sino también de diferentes nacionalidades. Incluso el estatus especial de la ciudad fue utilizado por el movimiento independentista porque sus líderes podían reunirse en Tánger evadiendo a las autoridades españolas y francesas que se habían repartido la supuesta “protección” de Marruecos hasta que el país alcanzó su autonomía en 1956.

Vi un patrón similar en otro extremo de Marruecos, en la ciudad de Chefchaouen en las montañas del norte del país. Como Chefchaouen fue parte del Protectorado Español, todavía hay lugares con nombres en español, como el famoso restaurante El Cielo en el que comimos, y varias personas me hablaron en español al escucharme hablarlo. Chefchaouen se conoce como la “ciudad azul” de Marruecos porque las edificaciones de su centro histórico están pintadas de azul y de blanco. Aunque es muy diferente a Tánger por su ubicación en las montañas, también sirvió de refugio a diferentes comunidades. En este caso, las familias musulmanas y judías que huyeron de España al ser expulsadas por los Reyes Católicos en 1492. La ciudad había sido fundada poco antes en 1471 por el líder musulmán Moulay Ali Ben Rachid y también sirvió de fortaleza para la defensa contra los ataques portugueses que eran muy comunes en la época.

Circulan varias explicaciones sobre la costumbre que da lugar al hermoso color azul de la ciudad. Una de ellas es que el azul representaba el cielo y el paraíso para la comunidad judía que pintaba sus casas de este color, y el resto de habitantes empezaron a imitarles. Otras versiones reflejan propósitos prácticos como el de reducir el calor o ahuyentar los mosquitos. Aunque no hay una razón que todo el mundo asuma como definitiva, el resultado es el mismo. Chefchaouen es una ciudad encantadora en la que mis amigas y yo caminamos por horas deleitándonos en la belleza de los lugares más comunes aumentada por este culto al azul: escaleras, calles peatonales, puertas y ventanas, macetas, adornos. Nunca me imaginé que el cultivo constante de la belleza que había identificado en Marruecos me pudiera sorprender aún más y así fue. La belleza y la historia diversa de Tánger y Chefchaouen definitivamente las hacen dos de las joyas más sorprendentes de Marruecos.

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