La impunidad en la República Dominicana no es un accidente ni una anomalía ocasional del sistema. Es una cultura del poder. Se reproduce, se protege y se normaliza desde hace décadas, alimentando una corrupción que ya no sorprende, pero que sigue indignando. Cada nuevo escándalo se suma a una larga cadena de abusos que parecen no tener consecuencias reales para quienes los cometen.

Sin embargo, no todos los hechos de corrupción tienen el mismo peso moral ni producen el mismo tipo de daño social. El presunto esquema de corrupción público-privada en el sistema público de salud (SENASA) suele presentarse como uno más dentro del inventario de escándalos que sacuden periódicamente a la vida pública dominicana. Y lo es, en tanto expresión reiterada de esa cultura de impunidad. Pero no lo es en la naturaleza del daño que produce.

Mientras numerosos entramados delictivos inciden en el bienestar colectivo de manera indirecta —drenando recursos públicos, debilitando instituciones o hipotecando el futuro—, este entramado delictivo que opera en el sistema público de salud impacta de forma inmediata sobre la vida, el sufrimiento y la muerte de personas concretas. Aquí no hay largos circuitos de mediación ni efectos diferidos en el tiempo. Una autorización negada, un pago retrasado, una manipulación deliberada del sistema para delinquir o una red organizada de corrupción pueden traducirse en tratamientos tardíos, interrupciones de terapias, agravamiento de enfermedades y muertes evitables.

En este contexto, la corrupción, además de ser una abstracción administrativa y un delito contra el erario, amplifica sus consecuencias llegando de manera directa a la esencia humana, atravesando el cuerpo de los más vulnerables. Se convierte así en una forma silenciosa de violencia que se ejerce sobre quienes dependen del sistema público de salud para sobrevivir. Por eso el asqueo que provoca este entramado delictivo no es solo político ni institucional: es profundamente humano.

No se trata, por tanto, de un escándalo administrativo más, sino de una forma de violencia estructural ejercida desde el Estado en simbiosis con estamentos del sector privado corporativo, contra quienes dependen del sistema público de salud para vivir. Esta articulación no es excepcional. En casi todos los grandes esquemas de corrupción denunciados o sometidos a la justicia ha estado presente la convergencia entre funcionarios con poder de decisión y suplidores privados de gran escala productiva o comercial, así como actores del sistema financiero y bancario a través de los cuales se canalizaron y resguardaron flujos monetarios significativos sin que se activaran oportunamente las alertas y verificaciones reforzadas previstas en la normativa de prevención de lavado de activos.

La narrativa que reduce estos episodios a simples fallas administrativas oculta deliberadamente su carácter sistémico. Esta red organizada de corrupción no surge de la nada ni se explica por la conducta aislada de uno o dos funcionarios. Es el resultado de redes organizadas de intereses públicos y privados, protegidas por la debilidad institucional, por la ausencia de una supervisión efectiva y sostenida durante al menos el último lustro, y por una justicia que rara vez llega a tocar a los verdaderos beneficiarios del desorden, pese a que organismos como la SISALRIL tienen entre sus funciones esenciales la fiscalización oportuna para prevenir acciones dolosas contra el fisco.

Cuando esta simbiosis opera en el ámbito de la salud pública, la impunidad deja de ser solo un problema legal o ético: se convierte en un factor directo de sufrimiento humano. Y una sociedad que tolera esta forma de corrupción no solo normaliza el abuso del poder, sino que acepta —por acción u omisión— que la vida de los más pobres y vulnerables quede subordinada a esquemas de enriquecimiento ilegítimo.

Poner coto a estos desmanes no es únicamente una exigencia de transparencia o de buena gestión pública. Es una obligación moral. Porque allí donde la corrupción se cruza con la salud, la impunidad no solo roba recursos: roba tiempo de vida, agrava el dolor y, en demasiados casos, termina matando.

Luis Ortega Rincón

Economista

Economista graduado de la Universidad Autónoma de Santo Domingo con Maestría en Economía en el Centro de Investigación y Docencia de México y en Mercadeo del Instituto Tecnológico de Santo Domingo. Con más de 30 años de experiencia en planificación y políticas públicas tanto en el sector público como en organizaciones de la sociedad civil. Se ha desempeñado como Coordinador Técnico de la Agenda 2030 en el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo, coordinador de proyectos multilaterales, enlace entre el Gobierno Central y el Congreso Nacional durante el proceso de consulta y concertación de la Estrategia Nacional de Desarrollo 2030, evaluación de programas y proyectos bilaterales, planificación del desarrollo, Evaluación de Impacto en proyectos de microempresas, entre otros. Cuenta con una serie de publicaciones en materia de pobreza, medioambiente, desarrollo territorial e ingresos. Ha impartido docencias en la UASD, INTEC, UNAPEC y en la Universidad Tecnológica del Cibao Oriental (UTECO). De igual manera, se ha desempeñado como voluntario en el Consejo de Directores del Centro de Solidaridad para el Desarrollo de la Mujer (CE-MUJER) y actualmente en la Directiva de la organización social ¨Iniciativa Solidaria¨ (ISOL) con sede Azua de Compostela.

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