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La democracia en las Horcas Caudina
La imagen de las horcas caudinas nos remite al siglo IV a.C., cuando los romanos fueron derrotados por los samnitas y obligados a pasar humillados bajo un yugo de lanzas. Utilizo esta metáfora para referirme a aquellas democracias que, aun conservando sus formas, son forzadas a transitar bajo la vergüenza de la sumisión. Esa vieja escena de derrota se actualiza hoy en otro campo: en estos tiempos cibernéticos que vivimos, la democracia está siendo sometida a duras pruebas por los gobiernos de extrema derecha, que la arrastran al despojo de su fundamento: libertad, igualdad, disidencia, pluralismo, consenso y disenso.
Hoy asistimos a un escenario en el que fuerzas autoritarias, incluyendo a la extrema derecha o de izquierda, aprovechan los mecanismos formales de la democracia para corroerla desde dentro. Lo que se presenta como libre decisión se convierte, en realidad, en un tránsito forzado bajo condiciones humillantes. La ciudadanía contempla una representación política cada vez más desprovista de poder real, donde la voluntad popular se ve suplantada por agendas autoritarias que promueven el miedo, el retroceso y la pérdida de conquistas sociales y bajo un supuesto orden- seguridad, que supuestamente no garantizan los regímenes democráticos.
La democracia está bajo las horcas caudinas porque allí donde debería haber pluralidad, se impone uniformidad; donde debería florecer el debate, se cultiva la sumisión; donde debería gobernar la soberanía popular, triunfa la manipulación de los poderosos del cibermundo. La extrema derecha instrumentaliza el descontento social, exacerba la fragmentación cultural y normaliza discursos excluyentes, debilitando aún más los cimientos de la vida democrática.
En su libro El tiempo de la filosofía política, el filósofo y politólogo Esteban Anchustegui Igartua hace un ejercicio intelectual metodológico que va acorde con la línea de Tenzer, en cuanto a que la filosofía política debe ocuparse de dos grandes áreas de reflexión:
“(a) Debe pensar la democracia, es decir, las reglas de juego, la justificación y los principios democráticos. Lo que constituiría el ámbito del poder legítimo. Y dentro de esta esfera han de incluirse también la justificación y defensa filosófica de los derechos humanos, o la reflexión en torno a los valores mayores de la igualdad, la libertad o la justicia (…).
(b) Debe pensar lo exterior a la democracia: los otros sistemas de gobierno, el desorden político, el rechazo de la discusión, el totalitarismo (…). Parte de la necesidad de contener también lo que está al exterior de ese universo ya democrático, o que la amenaza desde el interior. Porque pensar los otros, lo no democrático, es pensar el límite de la democracia y su negación; es proteger la democracia” ( Anchustegui Igartua,2013, p.76).
De este modo, pensar lo democrático y lo no democrático se convierte en una tarea complementaria: mientras la primera línea asegura la legitimidad del poder y la vigencia de los derechos, la segunda delimita sus fronteras frente a los peligros de su negación. La filosofía política se erige como una disciplina que se fundamenta en principios democráticos, en guardiana de la democracia.
Luchar por la democracia en esta tercera década del siglo XXI significa defender tanto las instituciones formales como los derechos de igualdad, justicia y libertad, junto con la vida misma frente a la nueva forma de poder que se manifiesta en lo ciberpsicobiopolítico y que amenaza con clausurar la democracia. No son las revoluciones ni los golpes de Estado los que imponen estos cambios, sino los propios procesos democráticos los que están siendo utilizados para instaurar nuevos regímenes autoritarios, hoy representados por la extrema derecha.
La extrema derecha despliega una estrategia totalizante en la que lo ciber, lo psico y lo biopolítico se entrelazan en un dispositivo de control. Lo ciber habilita un espacio en el que el poder circula en forma de algoritmos, redes y plataformas; como anticipó Foucault, el poder no se concentra en un soberano visible:
“Lo que hace que el poder se aferre, que sea aceptado, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho circula, produce cosas, induce al placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo más como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social que como una instancia negativa que tiene como función reprimir” (Foucault,1999, p.48).
Agamben (2016) explica que la muerte de Foucault impidió que este desarrollara todas las implicaciones del concepto de biopolítica y también que mostrara en qué sentido habría podido profundizar posteriormente la investigación sobre ellas. En cualquier caso, “el ingreso de la zoé en la esfera de la polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye un acontecimiento decisivo en la modernidad, que marcaría una transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico” (p. 13). Esta transformación abre la puerta a pensar nuevas formas en que la vida, despojada de sus protecciones tradicionales, se convierte en objeto directo de la política y del poder soberano.
Precisamente, uno de los aportes centrales de Agamben tiene que ver con la figura del homo sacer, ese ser humano reducido a “vida desnuda”: existe biológicamente, pero queda expulsado del marco de la ley y de lo sagrado. Así, cualquiera puede matarlo sin que se considere homicidio, aunque tampoco pueda ser sacrificado en un rito. Se trata de una existencia en un limbo de exclusión, que pone en evidencia cómo el poder soberano define quién pertenece a la comunidad política (bios) y quién queda relegado fuera de ella. De este modo, la biopolítica no es una abstracción teórica, sino un mecanismo concreto que marca el límite entre la vida protegida y la vida prescindible.
En este sentido, el paso al cibermundo muestra una actualización de estas dinámicas: los cuerpos son reducidos a datos, en deseos y subjetividades gobernadas por plataformas que deciden qué vidas cuentan y cuáles pueden ser descartadas. La lógica de exclusión que Agamben visibilizó en el homo sacer encuentra aquí un nuevo terreno, donde la red cibernética y virtual administra comportamientos y discursos, convirtiendo la información en arma y naturalizando un nuevo panóptico. Este panóptico cibernético, sustentado en vigilancia y control virtual, prolonga y transforma el ejercicio de poder sobre la vida, desplazando el campo de batalla hacia el dominio de los algoritmos y la gestión invisible de lo cotidiano.
El poder actúa también en el plano de los afectos. En este sentido, Han (2014) advierte que la psicopolítica en lo digital “no solo controla lo consciente, sino que explota la libertad misma”. Frente a la vivencia inmediata, “la experiencia introduce una discontinuidad: significa transformación. Ser sujeto es estar sometido, pero la experiencia arranca de ese sometimiento. Se opone a la psicopolítica neoliberal, centrada en la emoción que ata aún más al individuo a su propia sujeción” (pp. 116-117).
Esta triple dimensión de lo biopolítico, psicopolítica y ciberpolítica, no actúa por separado, dado que constituye lo que he trabajado como ciberpsicobiopolítica como totalidad, una racionalidad política que la extrema derecha ha aprovechado para expandirse globalmente y pasar a la democracia por las horcas caudinas.
Hoy en día, la batalla político-cultural se libra en el ciberespacio, donde la ultra derecha o extrema derecha captura de manera consciente los afectos colectivos y los traduce en obediencia. Con esto va vaciando la democracia de contenido, de los valores como la justicia y la igualdad; esto implica sustituir la pluralidad por el miedo y erosionar el pacto social bajo el discurso de la defensa de la patria, la familia o los valores religiosos.
La extrema derecha marca su estrategia política en las plataformas de redes, esos espacios virtuales, que facilitan la interacción social, profesional y cultural a través del ciberespacio (YouTube, TikTok, WhatsApp, Telegram, Facebook, Instagram, X, entre otras). Aquí radica uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: los desafíos que enfrentan la democracia y la ciberseguridad en el mundo digital. Esto lo señalan Kissinger, Schmidt y Huttenlocher (2021, p. 105):
“Cuando una sociedad libre confía en plataformas de redes asistidas por la IA para generar, transmitir y filtrar contenidos a través de las fronteras nacionales y regionales, y cuando esas plataformas actúan de manera que promueven inadvertidamente el odio y la división, esa sociedad se enfrenta a una nueva amenaza que debería llevarla a considerar nuevos enfoques para vigilar su ntorno de información”.
En este nuevo enfoque, la ciberpsicobiopolítica aparece como un engranaje central de la nueva derecha global, un poder que disciplina cuerpos y conductas, que moldea subjetividades, reorganiza emociones y precariza el tejido democrático que está siendo condenado a las horcas caudinas.
La Ciberpsicobiopolítica se presenta como un dispositivo de control y subjetivación que supera la disciplina de los cuerpos y la propaganda política. Opera en la producción de lo virtual, instaurando un campo de disputa donde la verdad importa menos que el efecto y la democracia es reemplazada por una política de confusión. La extrema derecha capitaliza el dominio del ciberespacio para modular afectos, percepciones y narrativas, y traduce esa hegemonía en el ámbito digital hacia el espacio concreto del poder, donde lo virtual se convierte en fuerza material de gobierno, exclusión y exterminio del otro en lo real.
En estos tiempos transidos y cibernéticos, la IA se despliega en el plano político y militar como engranaje letal de genocidio, como dispositivo cibernético que articula desde el cerco virtual y la cibervigilancia algorítmica con sensores, hasta la aniquilación sistemática de población indefensa producto de la guerra y ciberguerra. Bajo la lógica del control absoluto, la IA en el plano de lo político no solo identifica y rastrea, sino que deshumaniza, convirtiendo cuerpos en datos desechables en el cibermundo.
En el contexto actual, el Estado, las corporaciones y la tecnociencia construyen las estructuras del ciberpoder, basadas en el control y la vigilancia. Un caso reciente es el de Microsoft que, en 2025, anunció la restricción del acceso militar a sus sistemas de IA y servicios de datos al Ministerio de Defensa de Israel (IMOD) en relación con el pueblo palestino. Esta situación pone de manifiesto cómo la ciberética —que comprende la ética digital, la virtual y la IA— se debilita ante la maquinaria militar de la violencia, la guerra y la ciberguerra.
La IA, en el plano de la ciberpsicobiopolítica, no se limita al ciberespacio: reconfigura la relación entre lo virtual. Su fuerza radica en la capacidad de producir un híbrido planetario donde el retroceso histórico hacia el totalitarismo se disfraza de orden y seguridad, y aparece como la única salida frente al caos que, paradójicamente, se atribuye a la democracia liberal.
Esta extrema derecha se presenta como salvadora frente al caos, pero en realidad erosiona las bases mismas del sistema democrático. Bajo el pretexto de la seguridad, la soberanía y la identidad nacional, concentra poder, limita libertades y socava la participación plural. Su estrategia no es un golpe frontal, sino una crucifixión lenta: un desgaste institucional, un silenciamiento progresivo de los discursos disidentes y la reducción del voto a un trámite carente de significado real. De ahí, también, que la democracia en las horcas caudinas se convierta en gigantesco espectáculo de la extrema derecha.
En la reflexión sobre el significado y los alcances de la democracia en este siglo XXI, es bueno resaltar que esta se fundamenta en concepciones plurales y no en visiones únicas o cerradas que pretendan imponerse al conjunto social. Tal como lo señala Alain Touraine en su obra ¿Qué es la democracia?:
“Ya no concebimos una democracia que no sea pluralista, y, en sentido más amplio del término, laica. Si una sociedad reconoce en sus instituciones una concepción del bien, corre el riesgo de imponer creencias y valores a una población muy diversificada (…). La libertad de opinión, de reunión y de organización es esencial a la democracia, porque no implica ningún juicio del Estado acerca de las creencias morales o religiosas” (Touraine, 2001, p.20).
Esta perspectiva muestra que el fundamento de la democracia radica en garantizar un marco ecuánime desde el Estado, en el cual las distintas visiones de vida puedan coexistir sin temor a ser coaccionadas. De este modo, la pluralidad y la laicidad dejan de ser simples atributos adicionales y se afirman como principios constitutivos para el ejercicio de una ciudadanía libre.
Sin embargo, hoy vivimos en un cibermundo donde naciones como Estados Unidos han sido ciberformateada como nación, de acuerdo con Bauman (2017). Esto significa que se encuentra configurada por entornos virtuales, imbuida de redes sociales y otras plataformas digitales que se encuentran en el ciberespacio, espacio cibernético en el que se afianza el cibermundo.
En el discurso de Bauman, se advierte cómo lo que antes quedaba relegado a la esfera privada y semiclandestina de las conversaciones digitales se trasladó al espacio público con una fuerza inesperada. En una de las concentraciones masivas que acompañaron a Donald Trump durante su campaña presidencial de 2016, una seguidora, la señora Kemper, expresó con franqueza que lo mejor para los Estados Unidos era recuperar los valores heredados de padres y abuelos, capaces de reconocer y señalar el mal. Ese gesto de decirlo sin filtros, “de viva voz en público, sin rodeo, a cara descubierta y sin ayuda de otro dispositivo que un trivial micrófono”, dio forma tangible a un conjunto de ideas que venían fermentando en la intimidad digital. Para Bauman, estos actos “dieron la vuelta definitiva a la llave que abrió la puerta a que el señor Trump se granjeara el cariño de la nación ciberformateada” (Bauman, 2017b, p.71).
Este fenómeno puso de relieve el poder de lo cibernetico en la reconfiguración del espacio público y en la legitimación de discursos que, antes, se mantenían en los márgenes. El tránsito de lo íntimo a lo colectivo mostró no solo la capacidad de las redes sociales para extender voces, sino también el riesgo de que la emoción y la identidad compartida sustituyeran a la deliberación racional y a los consensos construidos en el espacio democrático tradicional. Así, el micrófono no solo amplificaba una opinión, sino que consolidaba una narrativa que encontraba eco en millones de ciudadanos conectados.
Frente a ello, defender la democracia se vuelve imprescindible. La democracia no es únicamente un sistema político, sino un pacto de convivencia que se sustenta en el respeto mutuo, en la pluralidad de discursos y en la deliberación crítica. Su fortaleza no radica en el triunfo momentáneo de una mayoría movilizada por el impacto emocional de ciertos discursos, sino en la capacidad de garantizar los derechos de todos, incluso de las minorías, y de promover espacios donde las diferencias se tramiten de manera pacífica y justa. Proteger la democracia significa, en última instancia, reconocer que ninguna voz debe silenciar a las demás y que el verdadero progreso solo puede alcanzarse cuando la libertad se acompaña de responsabilidad y respeto por la dignidad humana.
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