Cuentan dos de cuatro evangelios que, en una noche silenciosa, la historia cambió sin ruido. No hubo pompas ni platinos, tampoco trompetas ni cortejos; solo un camino polvoriento, una pareja cansada y un pueblo demasiado lleno para ofrecer abrigo. María y José, buscando un rincón donde proteger la vida que estaba por llegar, encontraron apenas un establo.
Y sucedió que, en aquel lugar humilde, la luz decidió hacerse pequeña, como si el cielo descendiera suavemente sobre la tierra para bendecirla.
Y una alegría nueva comenzó a irrigar la noche, tenue primero, después creciente como una aurora que asoma entre montes quietos.
A veces imagino esa escena en silencio.
Porque aunque cambien los años y el mundo siga incierto e inquieto, la historia es la misma: una luz pequeña que insiste.
La respiración de los animales, guardando la paz del momento; las manos de José, firmes aunque temblorosas; el rostro de María, sereno, iluminado por una claridad que parecía venir de dentro.
En medio de ese silencio, el misterio tomó forma de niño. Y, a pesar de tanta penuria e indiferencia espiritual en nuestro mundo, contagia el reconocimiento de pastores y ángeles.
El misterio, el de un Dios hecho carne que habitó entre nosotros. Tan cercano en toda ocasión, como real y confiado.
Era tanta la ternura en aquella cuna que parecía que el mundo había recibido un corazón nuevo y mucho amor.
Esa escena, tan frágil y tan humana, sigue hablándonos hoy.
Como cuando Stephora Joseph nos dijo al oído, hace unos días, antes de partir a sus once años de vida, que “no necesitamos compararnos con otras personas porque tal como somos, somos preciosas, bellas y hermosas, porque Dios nos creó así. Espero que este día sea el día más feliz, el día más hermoso de ustedes porque se merecen la alegría en toda su vida”.
Ahí queda una nueva invitación a detenernos, a escuchar, a mirar todo con la debida profundidad que merece la vida humana en sociedad.
Porque la Navidad no es solamente un recuerdo antiguo, una tradición, un ritual litúrgico, sino un modo de comprender la existencia: lo sagrado brota del otro, en lo pequeño; la paz nace del silencio compartido, la alegría se enciende en la certeza de no estar solos.
Y esa alegría, suave como la brisa que precede al alba, vuelve a nuestros días cuando abrimos el alma a la presencia de Dios que se acerca.
A lo largo de los siglos hemos adornado –e incluso disimulado– mucho esa noche.
Pero si el corazón calla y mira, descubre lo esencial del misterio cristiano: un Dios y hombre verdadero que se acerca sin imponer nada, que elige la periferia y la pobreza, que declara con un nacimiento que cada vida es amada.
Y en tiempos de prisa y cansancio, su voz es un susurro que calienta el alma.
Como una llama que se mantiene viva incluso en las noches largas del mundo.
La Navidad sucede cuando volvemos a mirar el mundo como quien ve la creación por primera vez.
Cuando una luz —pequeña pero fiel— entra en nuestros temores, errores, insuficiencias y dudas.
Cuando reconocemos que lo divino no está lejos, sino esperando un lugar en lo más vulnerable de nuestro egoísmo.
Y entonces el corazón se dilata, como campo sediento que recibe lluvia. Y nace una alegría tierna y silenciosa, que no se impone, pero permanece.
Imagina que caminas hacia aquel pesebre. No llevas más que tu presencia. Te acercas, y el silencio se abre como se abre un templo.
La luz de la lámpara tiembla; el niño duerme entre pajas que parecen oro por la claridad que las toca.
María eleva una mirada que consuela; José inclina la cabeza en gesto de acogida.
Y allí, ante aquella vida pequeña y eterna, comprendes que Dios eligió este modo para encontrarse contigo, entre bestias, pastores y ángeles. Contigo, antes que con cualquier rey.
Es, entonces, que algo dentro de uno se enciende, como si despertara un antiguo canto.
Cada Navidad es un regreso a ese establo público e interior donde guardamos temores, heridas y esperanzas.
Y allí, en nuestra propia noche, lo divino vuelve a nacer si dejamos que su luz nos encuentre.
Porque la Navidad no solo ilumina el mundo: ilumina nuestra historia, levanta lo caído y abre futuros.
Y al dejar que esa luz entre, hasta nuestras sombras se vuelven amanecer.
Porque aunque cambien los años y el mundo siga incierto e inquieto, la historia es la misma: una luz pequeña que insiste.
Una esperanza que regresa.
Un Dios que se inclina, y nace y habita entre nosotros.
Como cuando Stephora Joseph nos dijo al oído, hace unos días, antes de partir a sus once años de vida, que “no necesitamos compararnos con otras personas porque tal como somos, somos preciosas, bellas y hermosas, porque Dios nos creó así. Espero que este día sea el día más feliz, el día más hermoso de ustedes porque se merecen la alegría en toda su vida”.
Siempre.
Incluso ahora.
Incluso aquí.
A pesar de tanto y gracias a todo.
Y cada vez que lo recibimos, la alegría resurge, como si fuera —de nuevo— la primera y jamás nuestra última Navidad.
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