En los últimos 20 años, la educación superior en América Latina ha incrementado de forma masiva las instituciones universitarias, sin que muchas de ellas cumplan satisfactoriamente con los requisitos que definen la universidad misma.
La sola definición de “universidad” obliga a las instituciones de educación superior a exhibir, mostrar y desempeñar una serie de funciones “sine qua non”; no pueden considerarse como tales.
En otros casos, estos requisitos solo se cumplen parcial y “débilmente”, con consecuencias sociales lamentables al no poder demostrar una rigurosa calidad por dentro y por fuera y que “tapan el sol” con voces apagadas de los “rankings” que miran la realidad desde lejos.
Y si así fuera, solo quedan dos caminos: Uno. Emprender, “motu proprio”, una honesta y profunda mejora. Dos. Que, a su vez, los organismos oficiales que la rigen otorguen un plazo prudente para que mejoren o cierren (si fuera el caso), tomando las debidas medidas de lugar para no afectar a los estudiantes, a los profesores, a los graduados y a la sociedad. En el caso de nuestro país, esto nada tiene que ver con el “Plan Quinquenal”.
Sirva para esta reflexión la definición de universidad que trajera el médico y catedrático argentino Bernardo A. Houssay, en su obra Función social de la universidad (1941), que nos dice: “La Universidad es el centro de la actividad intelectual superior y cumple así un papel social de la más elevada jerarquía. Su función consiste en crear los conocimientos, propagarlos, desarrollar y disciplinar a la inteligencia, formar los hombres más selectos por su cultura y su capacidad. Como bases fundamentales de su acción, debe enseñar el respeto a la verdad, desarrollar la aptitud de buscarla con acierto e inculcar la noción de que es un deber el servicio social”.
Ortega y Gasset, filósofo y ensayista español (1883-1955), llegó a decir que “la universidad tiene como finalidad prioritaria el aprendizaje de la cultura por el alumnado". Entendiendo cultura como un sistema de ideas vivas propias de cada época, ni más ni menos que una jerarquía de valores que tienen las cosas y las acciones que merecen más o menos estima. Lo que en la Universidad pueden aprender los estudiantes es el conjunto de creencias que posibiliten esa interpretación y posterior interacción con el mundo”.
José Alfredo Peris, de la Universidad Católica de Valencia. En su obra “La Universidad del siglo XXI y la Sostenibilidad Social” (2023), nos dice: “Las instituciones de educación superior se conciben como instituciones de prestigio y calidad, baluarte de los derechos humanos, al servicio del desarrollo intelectual y material de los pueblos, del progreso del conocimiento, de la paz, de la equidad y de la defensa del medio ambiente.
Sobre el tema, José de Saramago llegó a afirmar: Repito que la universidad no tiene que salvarnos, no se trata de salvar a nadie; digamos incluso que la universidad tiene que asumir su responsabilidad en la formación del individuo, y tiene que ir más allá de la persona, porque no solo se trata de formar una buena informática o un buen doctor o un buen ingeniero; la universidad, además de buenos profesionales, debe formar buenos ciudadanos”.
Las universidades deben mirar hacia el futuro. Para Yuval Harari, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, “las ideas sobre la educación universitaria del siglo XXI se centran en la necesidad de un cambio radical en los modelos educativos para preparar a las personas para un mundo de transformaciones constantes e impredecibles”.
Sin que nadie se lo pida, las universidades deben encontrar la fórmula que haga posible que los universitarios compartan unos mínimos de justicia para todos, progresivamente ampliables, y se comprometan apasionadamente con ellos. También se necesita promocionar en la educación universitaria el valor de la solidaridad.
Las universidades deben hacer suyos los problemas de su mundo, de su proximidad, de su entorno social, del país, de la región y del mundo. De ahí que deba mirar hacia las cárceles, la justicia, la paz, el hambre, el trabajo, la violencia, el poder, la democracia, la economía, la educación primaria, secundaria y universitaria y el comportamiento ético de las instituciones públicas y privadas.
Porque ninguna clase de comunidad universitaria puede ofrecer a todos todo lo que sea democráticamente valorable en la educación superior, el ideal democrático de una comunidad universitaria se podría concebir como un “pluralismo de principios” de las universidades, cada una dedicada a la no represión y la no discriminación, fomentando así la libertad de asociación académica.
En la medida en que las universidades sean valoradas y valorables como comunidades, cuyos propósitos asociativos sean promovidos por la participación de los directivos, los estudiantes y los docentes, las sociedades democráticas tendrán interés en apoyar un mayor nivel de autogobierno en el interior de las universidades.
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