La Ley núm. 20-23, Orgánica de Régimen Electoral, consagró en el ordenamiento jurídico dominicano la integridad electoral como uno de los principios rectores del proceso electoral. En el numeral 7 de su artículo 3 se dispuso que los procedimientos y actuaciones realizados para la celebración de las elecciones “[…] estarán orientados a garantizar que cada una de las etapas electorales esté revestida del mayor nivel de integridad, procurando que el resultado de la voluntad popular sea el fiel reflejo de lo expresado por los ciudadanos”. Aunque es claro que el Poder Legislativo fijó una meta, también es evidente que su redacción no precisó las características del camino que se debe recorrer para alcanzarla. Por consiguiente, el texto que hoy presentamos procura responder la siguiente interrogante: ¿cómo se logra el mayor nivel de integridad en las etapas del proceso electoral?

Nohlen (2017, p. 564) profundiza en el concepto al identificar dos dimensiones de la integridad electoral. La primera hace referencia a su alcance integrador, desde donde se observan las elecciones como un todo y se “[…] asume una visión global de todos los aspectos del proceso electoral partiendo del sufragio y sus requisitos, de los organismos electorales y su composición, de la organización del acto electoral hasta la entrega de los votos, el escrutinio, la publicación de los resultados y su fiscalización” (p. 564). Bajo esta dimensión, comprendemos que las elecciones se evalúan como un sistema, en la que importa qué tan bien insertadas están sus partes para producir el resultado esperado. Como un vehículo, no se trata de evaluar la calidad de cada pieza —precio, confiabilidad, apego a las normas de manufactura—, sino de observar qué tan fluidamente interactúan los distintos componentes —motor, transmisión, aerodinámica del chasis, etc.— para arribar a la velocidad deseada.

La segunda dimensión, en cambio, se centra en la calidad de las elecciones, es decir, su legitimidad desde un trasfondo de valores y normas. En ella se considera que existe integridad “[…] si no se lesionan las normas, si no se manipulan elementos del proceso electoral en contra de lo legalmente o constitucionalmente establecido y, en última estancia, si no se contradice, más allá de las normas, a los valores democráticos que deben sustentarlas […] (p. 565)”.

El resultado importa, pero también lo es cómo se obtiene. Incluso, si el resultado pudiera coincidir con aquel que ineludiblemente iba a seleccionar la ciudadanía, si no existe una garantía de valores y normas que retenemos como los pilares de nuestra democracia, considerando la segunda dimensión, no podríamos calificar el proceso como íntegro. En efecto, esta necesidad de conexión entre la obtención del producto del proceso y los valores y las normas sobre los cuales se ejecutaron cada una de sus etapas es lo que revela que estamos ante un verdadero termómetro de la salud del proceso electoral.

Sin embargo, lo hasta ahora analizado no responde en su totalidad a la cuestión original. Aún resta abordar cuáles son estos valores o normas necesarias para que la celebración de un proceso electoral produzca un resultado confiable y representativo de la voluntad de la ciudadanía. Al respecto, en el Caso Mantilla vs. Nicaragua, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reiterado como requisito para garantizar la integridad electoral los siguientes:

a) transparencia a lo largo del proceso electoral, particularmente en el financiamiento de las campañas y en la fase de conteo de resultados, así como la participación de testigos, fiscales y/o veedores pertenecientes a los partidos políticos y/o la sociedad civil, y la presencia de observadores nacionales e internacionales independientes; b) oportunidades para que quienes compiten por un cargo público puedan dar a conocer sus propuestas a través de medios de comunicación tradicionales y digitales, y para que la ciudadanía tenga acceso a la información sobre las campañas electorales; c) evitar el uso abusivo del aparato del Estado en favor de un candidato o candidata, o grupo político, por ejemplo, a través de la participación de servidores públicos, en ejercicio de sus funciones, en actos de proselitismo, el uso de recursos públicos en el proceso electoral, o la coacción del voto; d) imparcialidad, independencia y transparencia de los organismos encargados de la organización de las elecciones en todas las etapas del proceso electoral, incluyendo la etapa de verificación los resultados; e) recursos judiciales o administrativos idóneos y efectivos frente a hechos que atenten contra la integridad electoral (2024, p. 31).

En este contexto, cobra sentido que en el artículo 211 de la Constitución se hayan consagrado los principios de “[…] libertad, transparencia, equidad y objetividad” como requisitos sine qua non para la celebración de las elecciones. Asimismo, para dotarlos de mayor contenido, el artículo 3 de la Ley núm. 20-23 detalla como principios rectores del proceso electoral los siguientes: legalidad, transparencia, libertad, equidad, calendarización, certeza electoral, pro-participación, interés nacional, inclusión, pluralismo, territorialización, participación, representación e integridad electoral. Por ende, al reconocer que estos constituyen los valores que sustentan nuestro sistema electoral, también debemos admitir que toda actuación —de órgano electoral, partido, agrupación, movimiento político o de la ciudadanía— que se aparte de ellos transgrede la integridad electoral.

En consecuencia, cada uno de los principios mencionados constituye un hito ineludible para la evaluación de la integridad de cada etapa del proceso electoral. Por lo tanto, más que un principio aislado o uno más entre otros —como podría aparentar por su forma de inclusión en el numeral 7 del artículo 3 referido—, el principio de integridad electoral opera como un macroprincipio que engloba a los antes mencionados.

En este sentido, comprendemos que la integridad electoral cumple una función análoga a la del debido proceso en las jurisdicciones. Así como este último se concibe como un “[…] todo armónico y completo de garantías procesales […]” (Gil, D., 2022, p. 787), también debe entenderse la integridad electoral como un conjunto coherente de principios o garantías que deben cumplirse a lo largo de todas las etapas del proceso. Por ello, con el objetivo de despejar cualquier duda de cómo se logran los más altos niveles de integridad, proponemos que esta concepción se asuma y eventualmente se plasme en la Ley.

Referencias

Samuel Mejía Taveras

Abogado

Licenciado en Derecho, mención cum laude, por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Magíster en Derecho de la Administración del Estado por el Instituto Global de Altos Estudios (IGLOBAL) y la Universidad de Salamanca y Magíster en Derecho Electoral y Procesal Electoral por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Por igual, ha cursado diversos cursos y diplomados en democracia y derechos humanos, entre ellos, el Curso Especializado en Elecciones, Sistemas Electorales y Partidos Políticos por la OEA y la IIJ-UNAM y el Diplomado en Observación Electoral certificado por Transparencia Electoral y la Fundación de la Universidad de Salamanca. Cuenta con una experiencia laboral en los órganos electorales de la República Dominicana, además de ser docente universitario en grado y postgrado.

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