La neblina nos arropó de golpe, y la tierra llana se perdió en un instante al son del tableteo de las espesas y rubicundas gotas de lluvia. El petricor era tan fuerte que se confundía con el aroma del tinto, que, dicho sea de paso, era más agua que tinto. Apelé al dominio propio y me abstuve de hacer acotaciones imprudentes, considerando que a caballo regalado no se le mira el colmillo, que aún no había salido el sol, que nos encontrábamos en un gazebo recóndito y que mi acompañante lucia con bastante desparpajo un machete campesino que le pendía del cinto. Por esta razón y no otra, me tragué aquel lavado con la misma complacencia que me tomo el que me trae mi señora todas las mañanas para empezar el día.

Quizás estaba nostálgico. O ciertamente mi suegro exudaba amor y entrega por la naturaleza. Sea lo que fuere, me cautivó la prolijidad del trato que don Gustavo le prodigaba a sus animales. No eran las 5:30 de la mañana, y ya él me había preparado café mientras revisaba con la meticulosidad de un cirujano la integridad de todas sus criaturas. Me percaté de la devoción especial que tenía por sus gansos.

Acicateado por la curiosidad que por lo general me acompaña, con voz trémula y el mayor de los miramientos, me atreví a formularle una pregunta, la cual hice con la solemnidad que amerita tratar ciertos temas con el suegro:

— ¿Don Gustavo, de dónde le viene a usted tal sensibilidad y amor por los animales?

— Es difícil saberlo, Héctor. Pero tu pregunta tiene asidero. De niño quise ser biólogo marino para convivir con las tortuguitas, recuerdo que me encantaban. Aun me siguen gustando. Pienso que esas cosas se sienten, y ya.

De todos modos, siempre he creído que mi historia familiar algo tiene que ver. Desde niño sufrí en carne propia las injusticias propiciadas por el ser humano. Siento que, independientemente de cualquier predisposición, esos hechos signaron mi ser, de una manera tal, que no concibo la vida sin animales.

Te cuento una, de tantas anécdotas: Cuando tenía cinco o seis años, mi madre me regaló una criollita, era feíta feíta, pero estaba dotada de un carisma único. Desde que nos conocimos, se convirtió en mi mejor amiga. Le encantaba que le tiraran la pelota, durábamos horas muertas jugando. Mis hermanos y yo le decíamos Negrita o Negri, por su pelaje azabache. Éramos ella y yo contra el mundo. La más fiel de todos los amigos que he tenido a lo largo de mi vida.

Cuando estaba haciendo tareas en mi cuarto, me esperaba durante todas las horas de la tarde en la puerta de mi habitación, de ser necesario. Era bastante obstinada, cuando se trataba de pasar tiempo conmigo.

Un día cualquiera, sin justificación aparente, mi perrita fue envenenada por uno de nuestros vecinos (esto lo supe porque mi madre me dijo) supuestamente, por enconos del pasado había decidido desfogar su sevicia en contra de aquel ser inocente.

Fui yo quien la descubrió en su angustia; aún hoy recuerdo los estertores de su agonía y la mirada triste e impotente que me dedicó como implorándome ayuda. Hubiera querido encontrarme con el autor de ese incalificable acto de crueldad -antes de cometer la barbarie- para suplicarle que no incurriera en tal canallada, que me perdonara, tanto a mi como a mis padres, que no le vedara a Negrita una vida llena de felicidad a mi lado, y a mi la oportunidad de preservar mi inocencia hasta la adolescencia.

Ese día perdí mi ingenuidad, aquel noble vicio de creer en la buena fe de los otros. Con el corazón en la mano te digo que el dolor que me provocó el cruel asesinato de mi perrita fue tan grande que aún subsiste en mi memoria. Es posible que ahí naciera mi incredulidad sobre la condición humana.

No sé si esto responde tu pregunta, pero creo que vivir en una finca rodeado de animales me permite dar rienda suelta a todo ese amor reprimido que por los contrasentidos de la vida no pude darle a mi Negrita.

Frente a semejante locuacidad y profundidad reflexiva, quedé pasmado. Sus pequeños ojos tristes brillaban al hablar de su primera mascota, quien -en sus propias palabras- con voz queda y apenas audible, me dijo tenía el monopolio del amor incondicional.

Pensé en decirle lo hermosa que me pareció su respuesta, pero temía lucir lisonjero. Me debatí entre la tesis de Beck sobre la triada cognitiva y el sesgo de negatividad, la malignidad del hombre de Hobbes, y la famosa expresión poética que se suele utilizar en los contextos donde se contrasta la maldad humana y la nobleza de los canes.

No quise parecer insensible, así que me decanté por la última de mis opciones. Engolé la voz y dije:

— Así lo expresó alguna vez lord Byron, don Gustavo: Cuanto más conocí a los hombres, más quise a mis perros.

El rictus de las comisuras de sus labios fue perceptible, sus ojos samuráis clavaron la mirada en el entorno bucólico que nos absorbía, y se dijo así mismo en voz alta:

— De todos modos, es muy triste que las cosas tengan que ser así.

Muchas ideas se agolparon en mi mente en ese momento, pero me pareció que las circunstancias no estaban dadas para reflexiones lacanianas, por lo que me limité a murmurar:

—Así es, don Gustavo, una triste realidad.

Héctor Camilo Ricart

Abogado

Lic. Héctor Ricart (Abogado, egresado de la UNPHU, apasionado del derecho laboral. Director Jurídico en la firma R&L, Legal and Real Estate.

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