En República Dominicana, como en gran parte de América Latina, se repite una escena conocida: cada vez que agentes policiales matan a alguien en un “intercambio de disparos” la sociedad queda con la duda de si se trató de un enfrentamiento real o de una ejecución extrajudicial apenas maquillada. Y esa duda marca la frontera entre un Estado de derecho y un Estado de miedo.

Las ejecuciones extrajudiciales por parte de la Policía  se consideran una de las violaciones más graves de los derechos humanos, porque combinan abuso de poder, impunidad y la negación del derecho fundamental a la vida.

En países de América Latina y el Caribe, como República Dominicana, Brasil, El Salvador o México, este fenómeno ha sido muy documentado. En muchos casos, las muertes atribuidas a “intercambios de disparos”, "enfrentamientos", "intentos de fuga" o "resistencia a la autoridad” esconden ejecuciones extrajudiciales.

El derecho de la Policía a defenderse es innegociable. Quien porta un uniforme no pierde el derecho humano básico de preservar su vida. Cuando un agente enfrenta una amenaza real e inminente, tiene no solo la facultad, sino la obligación de usar la fuerza necesaria para neutralizarla. Esa es la esencia de la legítima defensa: proteger vidas, no quitarlas como castigo.

El problema comienza cuando la fuerza se desnaturaliza y el hecho se convierte en ejecución extrajudicial. Es decir, cuando se mata a alguien que ya no representa peligro: un detenido bajo custodia, un joven desarmado, un sospechoso que huye sin capacidad real de causar daño. En esos casos, el disparo no protege a nadie: silencia a una persona y a la vez silencia a la justicia.

La diferencia entre defensa y ejecución debería ser clara, pero en nuestra actual cultura política se difumina con facilidad. Bajo la justificación de que “la delincuencia está desbordada”, sectores de la sociedad aplauden que la policía actúe con mano dura, como si matar a un sospechoso fuera una solución válida. Frases como “estaba buscando lo que le pasó” son comunes y muestran cómo la sociedad normaliza la violencia policial.

Esa tolerancia social que se conecta con una cultura política autoritaria es peligrosa: convierte la violencia ilegal en una práctica legitimada por el silencio o la complicidad.

Lo que se pierde de vista es que cada ejecución extrajudicial mina la democracia desde dentro. Si aceptamos que la Policía puede decidir quién merece vivir y quién no, renunciamos al principio básico de igualdad ante la ley. Si cerramos los ojos ante el encubrimiento del “intercambios de disparos”, consolidamos la impunidad. Y si toleramos que la violencia sustituya al juicio, estamos aceptando que el Estado gobierne por miedo en lugar de por derecho.

La pregunta es si como sociedad seguiremos confundiendo defensa con ejecución, o si exigiremos lo obvio: que la policía cumpla su deber sin violar los principios que sostienen la democracia. Porque, en última instancia, cada disparo fuera de la ley mata a un ciudadano, pero mata también los que quieren un régimen democrático.

Por eso las luchas por los derechos humanos, el rescate de la memoria de las víctimas de represión política y las demandas de reforma policial representan una contracultura democrática, que busca romper un ciclo histórico negativo.

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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