Toda sociedad gesta una cultura que expresa la manera en que se relaciona con su entorno, los vínculos entre sus miembros y cierta memoria de su pasado común. Cultura y sociedad son por tanto realidades equivalentes. Es la cultura un proceso permanente de cambios, no un dato estático. La cultura dominicana no es la misma hoy que la de 1960 o 1910, mucho menos que la de 1844, como no lo es la sociedad.
En ese entramado cultural las estructuras políticas, las costumbres sociales y las formas en que se articulan las creencias e ideas religiosas, modelan una moralidad social. La misma se comunica intergeneracionalmente en la experiencia de las familias, la comunidad, los medios de comunicación, el sistema escolar, la llamada inteliguentsia, las formas religiosas y hasta el discurso oficial que emana de las fuentes de poder político y económico.
Al tener diversas fuentes la moralidad como fenómenos social nunca es completamente homogénea, pero sí se pueden detectar ejes fundamentales que la identifican en determinados momentos. La moralidad es el cuerpo de valores que orientan las prácticas sociales, estimulando unas por considerarlas buenas o correctas, y sancionando otras por entender que son malas o incorrectas. En cuanto producto cultural también cambia, intenta preservar valores del pasado y no puede evitar integrar valores nuevos, salvo que sea un sistema totalitario.
Uno de los errores más comunes a la hora de evaluar los valores que tejen la sociedad dominicana actual es considerarla como una cultura cristiana. Pocos rasgos de los Evangelios tiene la moral dominicana dominante. No obstante, referirse a ella como “cristiana” es parte nuclear de la narrativa identitaria oficial y de la definición de lo dominicano más difundida en medios de comunicación, en los discursos políticos, los ámbitos escolares y el sentido común del pueblo. Es un recurso de alienación social, aparentar una cosa, pero ser otra.
Aunque esa perspectiva de la moralidad dominicana, considerándola nominalmente cristiana, tiene raíces tan antiguas como la conquista castellana de la isla en el siglo XV, la forma en que actualmente se expresa surgió de los intelectuales leales a la tiranía trujillista que, a partir del genocidio de la población negra analfabeta y empobrecida de la frontera y hasta el final del gobierno haitiano de Elie Lescot, construyeron un discurso que justificaba ese crimen y acreditaban como bueno y válido el control absoluto del dictador de todo el territorio nacional y su población. La República Dominicana era la finca de Trujillo y sus habitantes sus peones. La moralidad que se incubó en ese contexto es propiamente trujillista.
Autores como Vicente Tolentino, Joaquín Balaguer o Manuel Arturo Peña Batlle, entre otros, inventaron una idea de la dominicanidad contrapuesta a otra invención de ellos que sería la identidad haitiana. En esa isla imaginaria pensada por el trujillismo los dominicanos eran católicos y los haitianos creyentes en deidades africanas; los dominicanos eran blancos mientras los haitianos eran negros; los habitantes de la parte Este de la isla hablaban el idioma castellano y los de la parte Oeste un dialecto llamado creole; en síntesis, la República Dominicana era parte del llamado Occidente civilizado y Haití una expresión de la barbarie procedente de África. De esa falsa ontología insular emanaría una perversa moral.
Esa dicotomía radical sembró en el imaginario social dominicano dos visiones falsas (lo que éramos nosotros y lo que eran ellos) y justificó constantemente toda acción represiva contra los ciudadanos haitianos que viven y trabajan en República Dominicana y las políticas autoritarias de Trujillo contra todos los dominicanos que se opusieran a sus propósitos. La falsedad de lo ideal ocultaba la brutalidad de lo real. Lo veraz era la voluntad del sátrapa y por tanto el único discurso válido emanaba de él y sus acólitos.
Es importante destacar que el punto de partida de esa ideología trujillista -cultura y moral- no comenzó con la farsa electoral que lo llevó a la presidencia en el 1930. Previo al 1937 el mismo Trujillo se afirmaba como orgulloso de ser de origen haitiano y desde la Restauración (1863-1865) se guardaba una memoria social de gratitud hacia el gobierno y el pueblo haitiano que nos ayudó a librarnos del dominio español. Muestra de ello es que en 1936 -el año anterior al genocidio de la frontera- fue nombrado el camino que hoy es la Avenida Abraham Lincoln con el nombre del expresidente haitiano Fabre Geffrard en gratitud por sus servicios a la soberanía dominicana. Ambos pueblos padecimos la tiranía imperialista de los Estados Unidos a partir de la segunda década del siglo XX y eso nos vinculaba.
El giro radical respecto a sembrar el antihaitianismo en la cultura dominicana, patrocinada por la dictadura trujillista, ocurrió entre el año 1937 y el 1946. Bernardo Vega, historiador dominicano, destaca que “…cuando Elie Lescot accedió al poder en 1941, sustituyendo a Vincent, Trujillo inició una muy intensa campaña de antihaitianismo que muchas personas aun piensan que caracterizó los treinta y un años de su dictadura, pero que realmente sólo tuvo vigencia durante los cinco años del gobierno de Lescot”. (El Caribe, 19 de septiembre del 2005).
Aunque el sátrapa no siguió impulsando el sentimiento antihaitiano, muchos de los funcionarios al servicio del trujillismo continuaron expresando en diversos contextos juicios xenófobos y racistas contra la vecina nación y sus ciudadanos, con el corolario de que el tirano había sido el artífice de “defender la frontera”, lo cual a él no le resultaba desagradable. Enaltecer a Trujillo pasaba por alabar su acción criminal contra la población negra de la frontera.
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