“La libertad ha existido siempre, pero unas veces como privilegio de algunos y otras veces como derecho de todos.”

Esa frase resume la historia de la humanidad vista desde la lupa materialista: la libertad no es un regalo divino ni una esencia abstracta, sino una relación social marcada por la lucha entre clases antagónicas.

Desde las sociedades esclavistas hasta el capitalismo moderno, la libertad ha sido presentada por las clases dominantes como una abstracción universal, cuando en realidad se ejercía —y se ejerce— como prerrogativa exclusiva de quienes controlan la riqueza, la propiedad y el poder político. Marx lo advirtió: “El Estado moderno no es más que un instrumento para administrar los negocios comunes de toda la burguesía”. Ese instrumento define la libertad del tamaño de sus intereses.

La libertad del esclavista para poseer cuerpos, la libertad feudal para explotar siervos, la libertad burguesa para comprar, vender y convertirlos todos en mercancías: las formas de libertad de los explotadores jamás coincidieron ni coinciden con las necesidades de los explotados.

Sin embargo, los pueblos han luchado por convertir ese privilegio en un derecho universal. Marx observaba que la historia no avanza por iluminación moral, sino por conflicto, por la irrupción de los explotados en la escena social. Cada conquista de libertad —el derecho a la tierra, al voto, a la educación, a organizarse, a la salud, a pensar y disentir— ha sido producto de la presión colectiva de quienes no tenían nada salvo su fuerza física y espiritual para rebelarse.

Pero el capitalismo, aunque proclama la “libertad”, produce su negación cotidiana. Marx lo expresó con crudeza en El Capital: “Entre derechos iguales decide la fuerza”.

Es decir, incluso donde se proclama igualdad jurídica, las condiciones materiales hacen imposible la libertad real. No es libre quien debe vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. No es libre quien está sometido a deudas, salarios miserables, manipulación mediática y violencia estatal. No es libre quien vive bajo un orden donde la riqueza de unos requiere la miseria de otros.

Por eso Marx insistía: la libertad verdadera exige la superación de la propiedad privada capitalista, la abolición del trabajo asalariado como forma de dependencia y la construcción de una sociedad donde la producción sea social y los frutos del trabajo pertenezcan a quienes lo realizan.

Ese es el núcleo del socialismo científico:

Transformar la libertad de privilegio en libertad humana general, no como concesión de los poderosos, sino como realización histórica de la clase trabajadora organizada.

Una libertad concreta, no abstracta. No la “libertad” del mercado, sino la libertad del ser humano para desarrollarse sin cadenas económicas ni coerciones ideológicas.

Hoy, en pleno siglo XXI, cuando las viejas desigualdades conviven con nuevas formas de dominación —lo que algunos expertos definen como capitalismo de vigilancia, tecnofeudalismo digital, precarización global, endeudamiento masivo y monopolios tecnológicos que vigilan cada gesto—, la tesis de Marx sigue válida:

La libertad sigue existiendo, sí, pero administrada como privilegio de unos pocos.

Esa realidad solo cambiará cuando la mayoría convierta la libertad en un hecho material:

Cuando el trabajo no sea explotación, sino creación colectiva;

Cuando la riqueza social sirva al bien común;

Cuando la tecnología sea herramienta de emancipación y no de control;

Cuando el poder deje de ser propiedad privada y sea ejercicio democrático real de los pueblos.

Entonces la libertad dejará de ser un privilegio y se convertirá en un derecho de todos.

Lo que está en juego es quién la ejerce:

Si siguen siendo unos pocos, o si de una vez y por todas pasa a ser derecho de todos.

EN ESTA NOTA

Julio Disla

Escritor y militante

Julio Disla: el militante de la palabra, el poeta del pensamiento crítico. Voy por la vida con una pluma que combate, un teclado que documenta y una mirada que no se conforma con lo superficial. Soy el arquitecto de textos que cuestionan al capital, al racismo, a los muros — y a toda forma de dominación que intente maquillar su rostro con promesas democráticas. He hecho del ensayo un arma, del artículo un escenario de lucha, y del poema una bandera. Cuando escribo, se siente la influencia de Marx, la voz serena pero firme de José Pepe Mujica, el reclamo por justicia social, y la pedagogía que busca educar a otros con ideas y datos. Fundador de utopías posibles, intento rehacer la historia desde la izquierda que se reinventa, que no teme nombrar el neoliberalismo por su nombre, y que encuentra en cada injusticia una oportunidad para escribir, denunciar, proponer. Lo técnico y lo emotivo coexisten en mi estilo como militante de una misma causa. Soy, sin duda, un constructor de puentes entre la teoría y la calle.

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