Y en aquellos días sucedió que, en medio del llano, había un templo cuya blancura no envejecía. Y la luz que parpadeaba de su altura era constante, aunque las manos que lo cuidaban fueran frágiles y polvorientas. Los guardianes decían: “Somos solo siervos”; pero el pueblo los miraba como si la gracia dependiera de su sombra.

Durante años, un Guardián Mayor había mandado y ordenado. Sus palabras se escuchaban como verdades; su justicia, no tanto. Una mañana, sin previo aviso ni ceremonia, fue convocado a entregar el báculo y su enfado se convirtió en eco. La aldea despertó entonces con ese silencio denso que solo brota cuando algo huele a poder o cuando alguien resiente dejar de tener lo que creía ser.

Entonces apareció Condomiro, el cuervo del campanario, experto en convertir sospechas en certezas improvisadas:

—¡Lo expulsaron por inepto, torpe al transmitir el mensaje y peor administrador de lo ajeno!

—Desnudo el sitio de oración y de autoridad moral, ¡se enrumba al abismo por fin!

Cada graznido era más enjundioso que el anterior y, como era de esperarse, los aldeanos los devoraban como si fueran verdades inauditas y recién reveladas.

En los patios, la discusión se volvió deporte: unos defendían al Consejo como si hubiesen estado presentes en la reunión secreta; otros lo criticaban por el sigilo y la lentitud de su proceder; y algunos pocos lloraban la caída del último guardián como si hubiese sido un santo varón en una aldea donde la santidad era tan escasa como la sensatez.

En resumidas cuentas, la intriga se mezclaba con el miedo y el miedo con la esperanza: después de todo, se trataba de un lugar sagrado, aunque administrado por criaturas polvorientas propensas a equivocarse, exagerar y creer cualquier cosa que encendiera el chisme del día o los cementerios de polvo que deja la falta de fe.

La tortuga Prudencia, vieja como los cimientos del templo, observaba al cuervo y a sus émulos desde un rincón del templo. Había visto guardianes entrar marchando y salir tropezando, rumores nacer como flores y marchitarse como hojas. Desde algún lugar del suelo frío, espetó con voz tan pausada como su pausado caminar:

—No teman al cambio, pero tampoco lo idolatren. Se puede caminar hacia la luz o hacia la sombra. El que busca un trono donde solo hay un servicio, se desvía hasta del sol.

En lo que los comentarios iban y venían, llegó un nuevo Guardián al templo: más joven, piadoso y con esa mezcla peligrosa de entusiasmo y ambición que usualmente disfraza a uno de reforma. Debe traer lecciones aprendidas y nóveles motivos de más allá. Frente a él, lo más cierto es que algunos aplaudirán, otros se jubilarán o afilarán la lengua, de acuerdo a sus mejores intereses, y la gran mayoría seguirá como aquel señor de otros tiempos, tan campantes.

—Necesitamos orden y disciplina —dice un aldeano.

—¡Anjá!, orden sin verdad es tiranía —le replica otro.

—Y promesas sin humildad es puro humo —musitó Prudencia, mientras arrastraba sus años y sabiduría a los pies de todos.

Paulatinamente, la aldea fue abriendo los ojos ante lo que todos habían olvidado: el Templo no fue construido para arder con rumores ni para tambalearse al ritmo de los guardianes. Perdura, dado que el esplendor no proviene del báculo, ni del Consejo, ni del guardián del momento, sino de la comunidad que sabe distinguir entre la comunión de los fieles y el desaliento de los demás.

Y así, aunque estuvo —y estará siempre— en manos humanas, sigue en pie. Brillante como el sol, a pesar de sus manchas. Esperando que cada generación comprenda, por tarde que sea la hora, la lección de siempre: los cargos pasan, los guardianes tropiezan…, pero la luz perdura cuando ninguno pretende retenerla.

Moraleja

La iglesia en manos humanas es vulnerable a la ambición, al rumor y a la confusión, pero no por ello deja de ser Iglesia. Mientras todo pasa y todo llega, el polvo de la condición humana se ilumina gracias a la confianza que da consistencia a ese endeble lugar de barro en el que la comunión de los presentes mantiene viva la luz: más que en quienes creen poseerla o aprovecharse de ella, en todos aquellos que, justamente, ven, actúan y esperan gracias a ella.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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