Para entender verdaderamente la discapacidad, es imprescindible vivirla o tenerla muy cercana. Y es que la discapacidad no es tan solo un tema exclusivamente médico ni un asunto aislado de quienes la viven; es, entre otras cosas, un paradigma cultural que revela cómo una sociedad entiende la diversidad humana.
Lamentablemente, nuestro país abordó durante décadas la discapacidad desde una mirada asistencialista y limitada, que veía a las personas con discapacidad como sujetos enfermos, pasivos, dependientes y hasta como tragedias individuales que debían ser escondidas o superadas (aún muchos la ven así). Pero, gracias a la evolución del pensamiento a nivel mundial y la voz cada vez más fuerte de quienes integramos este colectivo, nos obliga a reconocer una verdad: la discapacidad no está en la persona, sino en el entorno que nos impone barreras físicas, sociales y culturales.
La cultura dominicana, caracterizada por la solidaridad, pero también marcada por prejuicios heredados, sigue luchando por incorporar la discapacidad en su cotidianidad. Aún tenemos el miedo al rechazo, la lástima y la sobreprotección que reduce las oportunidades. La falta de educación inclusiva expulsa o margina a quienes existen de manera distinta.
Este necesario cambio de visión trae consigo una responsabilidad colectiva: si las barreras están en la sociedad, entonces corresponde a la sociedad removerlas.
En nuestro país, las barreras arquitectónicas se convierten en lo cotidiano. Nuestros edificios son en su mayoría inaccesibles: las escuelas, colegios, universidades, transporte público, lugares de esparcimiento (cine, teatro, bares) y, aunque usted no lo crea, las clínicas privadas y hospitales no están aún preparados para recibir personas con discapacidad; porque ser totalmente accesible implica más allá que tener una simple rampa o un letrero que lo señale, es contar con los espacios necesarios para la movilidad, baños adecuados, servicios de asistencia, entre otros.
Este conjunto de actitudes, estructuras e imaginarios es lo que convierte la discapacidad en un paradigma cultural más que en una condición personal.
Según el IX Censo de Población y Vivienda (2010), estimó que el 12.3% de la población dominicana tiene algún tipo de discapacidad. Sin embargo, los indicadores muestran brechas inaceptables:
- 92.4% de los niños, niñas y adolescentes con discapacidad no asiste a la escuela (SIUBEN, 2018).
- 8 de cada 10 adultos con discapacidad están fuera del mercado laboral.
- La mayoría vive en hogares encabezados por mujeres, expuestas a mayor vulnerabilidad económica.
Estos datos reflejan prejuicios, desconocimiento y ausencia histórica de políticas sostenidas. Pero también evidencian algo más profundo: no hemos normalizado la discapacidad como parte de la diversidad humana.
A pesar de estas brechas, debo reconocer avances significativos. En la última década, abordar la discapacidad “en su verdadera dimensión” era todavía un reto. Sin embargo, en los últimos años, tanto entidades públicas como privadas han comenzado a articular esfuerzos significativos.
En esta semana en que conmemoramos el 3 de diciembre el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, es alentador haber visto instituciones reunirse, dialogar y proponer soluciones concretas. Esto significa que la discapacidad ha dejado de ser un tema sin importancia para convertirse en parte central de la conversación nacional.
En este proceso debo destacar el excelente trabajo del director del Consejo Nacional de Discapacidad (CONADIS), Benny Metz, quien ha impulsado con determinación un cambio de rumbo en materia de inclusión. Su gestión ha logrado articular a distintos sectores, fortalecer el marco institucional, promover campañas de sensibilización y, sobre todo, colocar el tema de la discapacidad en la agenda pública de manera permanente.
Reconocer este liderazgo es una forma de valorar un proceso que el país necesitaba y que beneficia directamente a miles de personas.
Uno de los avances más significativos ha sido el lanzamiento del Plan Nacional de Discapacidad 2025–2035, presentado por el gobierno, coordinado y ejecutado por CONADIS.
Según palabras del señor Metz, este plan parte de un principio claro: la discapacidad surge de las barreras del entorno, no de las personas.
Los ejes principales del plan nacional responden a las necesidades urgentes: estos incluyen accesibilidad universal en espacios públicos y privados; educación inclusiva desde la primera infancia hasta la vida adulta; empleo, emprendimiento y autonomía económica; salud y rehabilitación oportunas y dignas; campañas permanentes de concientización que transformen actitudes y eliminen prejuicios.
Lo más relevante es que este plan incorpora un enfoque de derechos humanos, en línea con el artículo 58 de la Constitución, y promueve la inclusión a lo largo de todo el ciclo de vida. La meta no es vivir en un país donde “incluyamos” a las personas con discapacidad como si fuesen externas al tejido social. La meta es construir una nación donde convivamos, desde la igualdad de dignidad y de oportunidades.
Esto implica un cambio cultural profundo: dejar atrás la visión paternalista y pasar a un modelo donde las personas con discapacidad sean reconocidas como sujetos de derechos, protagonistas de su propia vida y portadoras de una identidad propia.
Reconstruir nuestra relación como país con la discapacidad requiere políticas públicas, sí, pero también requiere cambios en las escuelas, en los empleos, en nuestras casas, en los barrios, en las conversaciones cotidianas.
Requiere que los medios representen la diversidad funcional de manera digna. Requiere que cada ciudadano entienda que la inclusión no es un acto de caridad, sino de justicia. Porque transformar un paradigma cultural es, en el fondo, transformar la forma en que nos miramos como sociedad.
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