La República Dominicana vive un proceso de deterioro social que, aunque progresivo, hoy se manifiesta con una crudeza imposible de ocultar. La violación de la norma se ha convertido en la regla, mientras que el respeto a la ley se percibe como la excepción.

No enfrentamos una crisis normativa, sino una crisis de conducta. El país cuenta con leyes suficientes, pero carece de una práctica social y política consecuente con ellas. En esta brecha, entre el deber ser y el ser fáctico, se ha instalado un modelo de convivencia que favorece la impunidad, desmoraliza al ciudadano y erosiona la legitimidad del Estado.

Hemos elegido la cultura de la infracción como práctica social que nos lleva a un abismo sin fondo. La transgresión cotidiana se ha convertido en un comportamiento socialmente tolerado. El motorista que cruza el semáforo en rojo; el conductor que se desplaza en vía contraria; el comerciante que impone los precios, el empresario que evade impuestos; el funcionario que interpreta su cargo como patrimonio personal. La reiteración impune de estas conductas genera una cultura de infracción, donde lo ilícito se transforma en costumbre.

En términos jurídicos, el mensaje institucional que recibe el ciudadano es devastador. Si la violación de la ley no produce consecuencias, la norma pierde su fuerza obligatoria y se diluye el principio de juridicidad. La legalidad deja de ser un mandato general para convertirse en una sugerencia opcional. Así, la ciudadanía aprende que la eficacia del sistema no depende del cumplimiento, sino de la capacidad de evadir.

Hemos llegado al punto de idolatrar los falsos modelos que emergen a diario como figuras exitosas en medio de la vanidad y la mentira en una carrera que desplaza los valores.

La juventud dominicana crece bajo un estímulo perverso, se promueve el éxito sin mérito. Las redes sociales y una parte de la cultura urbana glorifican al que ostenta, no al que trabaja; al que acumula, no al que construye. Se ha instalado la idea de que el prestigio depende de la apariencia, aun cuando esta repose en prácticas ilícitas.

Este fenómeno genera un desplazamiento de la dignidad humana, como criterio de ascenso social. Lo que debería ser el triunfo del esfuerzo, la educación y la integridad, se sustituye por la exaltación del atajo, del dinero fácil y de la falta ética. El resultado es una juventud que aspira más a parecer que a ser, y que termina creyendo que el camino hacia el “éxito” no requiere sacrificios, sino audacia para burlar el sistema.

La degradación del mérito electoral y la quiebra del principio de representación ha llevado a la sociedad a dudar del sistema de elección, no solo en los torneos electorales cada cuatro años, sino, en la selección de las autoridades judiciales y administrativas.

Pero la distorsión más alarmante se observa en el sistema electoral. En teoría, el cargo público descansa en la confianza ciudadana y en la presunción de servicio. Sin embargo, la realidad muestra un modelo donde los escaños congresuales y municipales son ocupados, en gran parte, no por quienes poseen trayectoria y solvencia moral, sino por quienes disponen de los recursos económicos para influir en el voto, por el altísimo costo que implica una posición electoral.

Cuando la representación política se define por la capacidad de comprar conciencias y no por la calidad del liderazgo, se fractura el principio constitucional de la representación auténtica. El funcionario electo bajo estas condiciones no se siente comprometido con la voluntad popular, sino subordinado a los intereses de los financiadores de su proyecto político, sean estos personas físicas o jurídicas.

Desde la óptica del derecho público, este proceso vacío de contenido la democracia sustancial, al sustituir la competencia y el mérito por un mercado electoral en el que el dinero se erige como instrumento de captura del Estado con fines clientelares. De ahí surge la corrupción estructural que termina por someter a las instituciones.

Así llegamos a la degeneración de la función pública, un sistema político sin propósito, al obtener un poder sin honor. La política, que debería ser un espacio de vocación y sacrificio, sin el índice empresarial, ha sido deformada por la lógica de la inversión y la recuperación. El actor político que ve el cargo como un negocio, inevitablemente desnaturaliza la función pública. El problema no es únicamente ético, sino jurídico. Esta mentalidad anula la finalidad constitucional del Estado, compromete los principios de buena administración y destruye la confianza pública.

La ausencia de un régimen de consecuencias firme profundiza la crisis. En un sistema donde la sanción es improbable, el incumplimiento se vuelve racional. Y cuando el incumplimiento se generaliza, se consolida un Estado disfuncional, incapaz de sostener la igualdad ante la ley ni de garantizar estándares mínimos de probidad administrativa.

A pesar de la percepción de caos, la mayor parte de la ciudadanía es honesta y trabajadora. Esta mayoría silenciosa sostiene el país, paga impuestos, cumple la ley y mantiene la estabilidad social. No obstante, su parsimonia ha permitido que la minoría corrupta capture espacios políticos y económicos.

El derecho constitucional reconoce la soberanía popular. Pero si la ciudadanía decente no actúa, la soberanía se instrumentaliza en favor de quienes no representan el interés general. La regeneración del orden jurídico y moral exige que ese segmento íntegro asuma un rol activo, no desde la confrontación, sino desde la participación consciente y la defensa de la institucionalidad.

La única herencia verdaderamente trascendente es la integridad como patrimonio moral. La acumulación desmedida de riqueza carece de sentido existencial: ninguna fortuna acompaña al ser humano al final de su vida. Un país se construye con ejemplos, no con fortunas escandalosas. La sociedad necesita referentes de integridad, no de ostentación. Ha llegado el momento de educar con límites frente a la ambición desmedida.

La meta sensata es una vida digna y una vejez estable, no la acumulación febril de recursos obtenidos a cualquier costo. La auténtica huella de un ser humano no es su patrimonio, sino su conducta.

José Miguel Vásquez García

Abogado

Egresado como Doctor en derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo Autor del libro de derecho “MANUAL SOBRE LAS ACTAS Y ACCIONES DEL ESTADO CIVIL”. Especialista en materia electoral y derecho migratorio Maestría en derecho civil y procesal civil Maestría en Relaciones Internacionales Maestría en estudios electorales Cursando el Doctorado en la Universidad del País Vasco: Sociedad Democracia Estado y Derecho. Coordinador de maestría de Derecho Migratorio y Consular en la UASD Maestro de grado actualmente en la UASD Ex consultor Jurídico de la Junta Central Electoral 2002-2007 Abogado de ejercicio. Delegado político nacional del PRD 2012-2020

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