La vocación, en cualquier ámbito del quehacer humano, habría de suponer, entre otras cosas, creatividad, pasión, disciplina, perseverancia, buena imaginación, además de gran capacidad de abstracción.
Los escritores sin ningún talento carecen de vocación; escriben a duras penas y comunican mal sus ideas. Julio Cuevas, en cambio, leería, escribiría y pensaría por vocación, la cual, sin duda alguna, habría de ser la causa fundamental de sus atinadas y geniales creaciones literarias.
Cuevas, consagrado escritor de mente lucida y preclara, es, a tiemplo completo, gran lector de intensa voracidad.
Según su parecer, la lectura alimenta al espíritu y, a la vez, se traduce en saber.
La lectura, nadie que se precie de cuerdo diría lo contrario, es vital para imaginar y, sobre todo, escribir mejor que bien.
En efecto, quien lee poco y mal, jamás, por más que lo quisiese, escribiría cosas asombrosas.
Y es que la buena práctica escritural, más que poco, requiere lecturas atentas, constantes y desprejuiciadas.
De manera, pues, se habría de leer no para reproducir ni plagiar, sino para ensanchar la imaginación, revitalizar el pensamiento y templar el espíritu.
Cuevas sabes que es así. Por eso, sin pretensiones banales, cultiva la lectura y la valora en su justa dimensión. De ahí que dijese con palabras seductoras:
1-“La lectura, como proceso de construcción y reconstrucción de textos, es, además, un ejercicio constante de cognición (de adquisición de conocimiento) y desarrollo de la creatividad.
2-“(…) La lectura debe ser asumida de un modo donde el sujeto lector procure, al interpretar el texto, interpretarse así mismo, cayendo entonces en una meta-interpretación desde su lectura.
Y 3)” El proceso de lectura ha de ser perfilado con el criterio de que luego se haga un acto de reingeniería de la estructura y la ambientación estética y narrativa de lo leído (…)”.
Como se podría apreciar, dichas valoraciones son, a todas luces, correctas y razonables.
Para nadie es secreto que existen personas que, simple y llanamente, pasan la vista por la superficie de las páginas de un libro; observan el prólogo, leen la introducción, la conclusión y quizás algunos párrafos del medio y luego, cual, si fuesen papagayos alborotados, gritan a voz en cuello que leyeron la obra completa sin haberlo hecho.
Y lo peor: pregonando a cuatro vientos que son buenos lectores, cuando, en realidad, sentirían temor y temblor por los libros, sobre todo si tienen impresionante grosor como, por ejemplo, entre otros tantos, Guerra y paz, Don Quijote de la Mancha, Historia de dos ciudades, Ana Karenina, la Santa Biblia, la novela de Genji, los Hermanos Karamazov, Los tres mosqueteros, en busca del tiempo perdido y el Conde de Montecristo.
Algunos sujetos, sin ninguna vocación por la lectura, fingen haber leído esas y otras obras.
Con el fuego ardiente de la vocación corriendo por sus venas, Cuevas ha sabido leer-y aún lo sigue haciendo- obras de cualquier tamaño.
Sus lecturas son consciente, reflexivas y reiteradas. Nunca leería una obra, por fácil que pareciese, ilusionado con la prisa desenfrenada de terminarla.
Para él, lo más importante no sería leer de manera fugaz, sino sentir el olor de los libros y disfrutar placenteramente sus interpretaciones y comprensiones.
Con la luz del entendimiento y el salvavida de la sabiduría filosófica, Cuevas navega, sin ahogarse, en mar de palabras de textos clásicos y de aquellos que nunca los serían.
Bajo el influjo de la cultura filosófica, literaria y de otra índole, habría de recordar la maravillosa frase hegeliana de que sin pasión no tendríamos posibilidad alguna de forjar grandes obras.
Constantemente influido por la pasión vocacional, imagina, piensa y escribe.
Ahora bien, su pensar es incisivo, sosegado y certero; nunca disgregado, ni superfluo.
Y no podría ser de otro modo, ya que piensas, una y otra vez, antes y después de escribir.
Si no lo hiciese, sus escritos carecerían de orden y sentido.
Ello, ciertamente, nuca le ocurriría, porque sabes cuidar, atentamente, la forma y el contenido de sus obras.
Además, no solo piensas la realidad (que siempre habría de darle motivos de pensar), sino el propio pensamiento. De ahí que tenga excelente dominio de lo que sientes, hace y piensas.
Hannah Arendt, admirable filósofa y politóloga, diría, no sin rigor, que:
“(…) El pensamiento puede aprehender y apoderarse de todo lo real: un acontecimiento, un objeto, los propios pensamientos; la condición de la realidad de los mismos es la única propiedad que se mantiene con terquedad fuera de su alcance”.
Como se habría de saber, el escritor auténtico no solo pensaría para sí, sino, también, para los demás. Su pensar, en vez de hermético, permanecería abierto al otro; es decir, al juicio escrutador de los lectores.
Si fuese de otro modo, tendría como castigo la indiferencia y el olvido.
Por tanto, su práctica escritural sería deslucida e inverosímil y, en consecuencia, no convencería siquiera a lectores pocos exigentes y sesgados por la dejadez, la ajenidad y pesadez. Por eso, si algún día tuviesen la inquietud, de escribir, lo harían mal y pensarían peor.
Eso, en verdad, les impediría el conocimiento de la verdad de las mentiras y lo más absurdo: no poseerían la capacidad, ni los presupuestos cognoscitivos necesarios para crear obras que no pasen desapercibida al gran público, que, salvo raras excepciones, habría de buscar obras la moda y que, por su significado light, estarían exenta de calidad estética y literaria.
Por ese motivo, no perdurarían, ni, mucho menos, alcanzarían la difícil categoría de obras clásicas.
Diríase que, por obra y gracia de la vocación, Cuevas es buen pensador, que lee mucho y piensa bien.
La vocación de escribir me invita a la lectura serena, exhaustiva y minuciosa. Así, me compenetro con la lengua y el sonido silencioso de las palabras.
Debido a ese contacto directo con la lengua (mediante lecturas de los libros), sé de mí, del otro y la existencia del mundo que hábito, sueño, medito y reflejo en el espejo de la memoria.
En fin, aprendo de la lengua, pienso y escribo desde ella.
Y, posiblemente, lo más insólito: la contradigo no por simple ímpetu emocional, sino para crear mundos de palabras, que luego traduciría en referentes paradigmático de la cultura y el pensamiento.
Sea lo que fuere, si la lengua no existiese, no habría razón alguna para escribir, ni pensar.
Sería así, porque la lengua viene dada por la esencia de mi vivir, que mi limita, sin poder deshacerla y sin más remedio que aceptarla resignadamente, con el propósito de enriquecerla con ideas, visiones, nuevos términos, argumentos y pensamientos jamás imaginados.
Cuevas, después de flexionar eso, reiteradamente, escribiría sobre la lengua lo siguiente:
“(…) la lengua no solo es lo que le da sentido al Ser, sino que es también lo que me permite asumir y asumirse, y transformar el mundo, mi mundo, nuestro mundo”.
“porque es desde ella -prosigue argumentando-, desde la lengua, que puedo asumir aquella mirada distinta y distintiva que puede permitirme descubrir mis entuertos y los entuertos del otro, o de la otredad (…)”.
En su valiosa obra: “Escribir y callar”, Nuria Amat expresaría, de manera clara y comprensible, sobre la lengua y sus particularidades intrínsecas, lo siguiente:
“La lengua es el silencio de la escritura. La cuna donde se meten las palabras del mundo. El aire de la vida. Escribir es vestir con palabras el silencio del lenguaje”.
Esa interpretación metafórica del “en sí” y “para sí” de la lengua es, a ojos vistas, correcta.
El sabio filósofo y filólogo, Emilio Lledó sin dejar de reconocer el estado natural de la lengua, revelaría su concepción significativa sobre el lenguaje de la poesía y su función conceptual:
“(…) el lenguaje de la poesía dispone, para desplazarse, del inmenso ámbito del deseo y de la utopía. Una utopía que, por cierto, lleva a cabo la construcción de una “ciudad de palabras”, como decía Platón, ciudad extraordinariamente real, porque sus fundamentos se clavan en la honda realidad del lenguaje”.
“Construir desde él- continúa explicando- regido solo por la libertad, es un privilegio del poeta, y aquí, precisamente, se sustenta su creatividad (…)”.
Consciente de eso, Cuevas escribe obras de gran calidad estética, filosófica, óntica, epistémica, hermenéutica y literaria.
Y así habría de ser, ya que la escritura es, sin más, actividad consciente y categórica de la mente lucida.
Nadie, en verdad, escribiría, medalaganariamente, por mero capricho. Se escribe, sobre todo, por la necesidad imperiosa de exteriorizar lo que sentimos, vemos, escuchamos y pensamos.
Dicho en otras palabras: escribimos para lo novedoso y jamás dicho.
Sin faltar a la verdad, Lorraine Ladish, en su obra “El reto de escribir y publicar”, refiere que:
“Hemingway afirmaba que un escritor ha de escribir lo que jamás se ha escrito. Quizás ese sea uno de los retos que impulsan a la escritura: la creación de algo nuevo. Decía también que, cuando se escribe, el objetivo es comunicar cada sensación, visión, sentimiento o emoción, al lector”.
Cuevas, justamente, escribe no solo para comunicar ideas, argumentos, belleza y emociones, sino por el llamado de la vocación. Por ello, no podría dejar de escribir.
En su interesante diario Virginia Wolf confesaría: “Me gusta escribir por el hecho de escribir y escribir”. Hacerlo, fue su mayor felicidad, aunque afectó su estado de salud. Ahora bien, sino escribía, su depresión habría sido peor. Su filosofía de vida tuvo justificación en el acto escritural. La razón: escribió para vivir y a la inversa: vivió para soportar el desvivir escribiendo.
Ella, escribió porque no podía dejar de hacerlo. Siempre obedeció el llamado de la vocación.
Cierto: se ha de escribir, no por moda, fama, ni dinero, sino por vocación.
De no ser así, los escritores vivirían plegados a la voluntad del poder y, tendrían, por tanto, que tragarse las palabras y retener el grito contenido en sus entrañas.
Cuevas, no pierde eso de vista y escribe no solo para el buen decir, sino por vocación, la cual lo mueve a escribir para siempre. Ese, más que cualquier otro, habría de ser su compromiso categórico.
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