¿Cuáles son los riesgos de una fe vivida y enmarcada solo desde lo racional? ¿Cuáles serían, en cambio, sus oportunidades de tenerlas? Vivimos una época que podríamos considerar como de la “democratización del decir”. A través de las redes sociales, todos nos sentimos en el derecho de expresar nuestra palabra e ideas. Y así sucede.
La ausencia de los espacios públicos en que los ciudadanos puedan reunirse a reflexionar sobre lo que les preocupa o les interesa en un momento dado ha dado paso a una nueva “ágora”, las redes sociales, en las que con plena libertad de la palabra se puede decir y opinar, aun de aquello que incluso se ignora.
Un nuevo personaje ha irrumpido en ese mundo virtual, los llamados “creadores de contenidos”, quienes expresan sus ideas en materia de dogmas, moral, como incluso sobre cuestiones de ciencias y hasta de la vida espiritual. Podemos hablar, por tanto, de una “democratización del decir y del mundo de las ideas”.
Cuando esta cuestión toma como contenido la fe cristiana, es decir, “la creencia y confianza en Jesús, el que nació de María en Belén, en un pesebre, el nazareno, el ungido, el crucificado, el que entregó su vida por la gracia de todos, el resucitado”, el tema se me hace “complicado”.
La intelectualización de la fe, si se pudiera aquello calificar de tal forma, corre un riesgo profundo, pues puede entrañar su separación del mundo de la vida, del dolor, de la historia y de aquellos por los cuales “preferentemente” surgió, de los pobres, de los presentes en el Sermón del Monte (Mateo 5:3-12).
Desde el pensamiento teológico latinoamericano, y en concreto, desde la Teología de la Liberación, la fe no es un sistema de ideas, sino una experiencia de encuentro con el Dios de la vida en medio de la historia. Así, Gustavo Gutiérrez hablaba de la praxis cristiana a la luz de la Palabra.
Una espiritualidad desconectada de la experiencia humana corre el riesgo de convertirse en discurso vacío, alejado del compromiso con la justicia y la esperanza.
Para el padre de la Teología de la Liberación, una fe que no toca la carne del sufrimiento humano termina convirtiéndose en ideología, incluso si defiende con brillo intelectual los dogmas del propio Evangelio. “Ser sal de la tierra y luz del mundo” conlleva una vida sustentada en la justicia, la solidaridad y el bien común.
Por otra parte, y desde la perspectiva de la Teología de la Esperanza de Moltmann leída desde América Latina, la fe no se agota en la memoria del pasado y mucho menos en la evasión del presente, sino que se abre hacia el futuro, proporcionando una energía histórica que impulsa hacia el compromiso por “un nuevo cielo y una nueva tierra”.
Esto no niega, de ninguna manera, la reflexión y el ejercicio de lo intelectual, sino que busca reconciliarla con la compasión hacia quienes sufren y esperan: los más pobres, desvalidos y excluidos de la sociedad. Si la fe reflexionada no toca el barro de la vida, se hace estéril. Si solo piensa, se hace ciega. Si solo habla, se hace muda y sorda.
El Papa Francisco, imbuido de ambas tradiciones, heredero incluso de ambas corrientes de pensamiento, quiso conducir a la Iglesia Católica hacia lo que es su razón de ser, la sinodalidad, es decir, caminar juntos y escuchar juntos, discerniendo juntos. Es un llamado a la descentralización espiritual y a la humildad eclesial.
La sinodalidad es una crítica práctica y concreta a la fe intelectualizada, aquella que solo se vive en el mundo de las ideas, incapaz de ver y sentir, sorda a la compasión hacia los demás. En su sentido más profundo, la fe cristiana no se defiende, se encarna, se comparte y se vive. Se hace histórica y verdadera.
Un peligro que acecha, especialmente en las redes sociales, no es solo el racionalismo teológico, sino convertir el Evangelio en contenido digital y con ello desplazar el testimonio vivido y hecho carne por la retórica. Así, la fe pierde su razón de ser, que, como decíamos antes, es “ser sal de la tierra y luz del mundo”.
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