Cada cierto tiempo espero, con particular interés, las fotos, mensajes y artículos que desde hace más de 20 años me comparte la escritora, poeta, ensayista y crítica de arte, Jeannette Miller. Su último mensaje de Adviento y Navidad, publicado en la Revista Palanca, tuvo una conclusión deslumbradora que, de manera exquisita, refleja la historia de su propia vida: “la entrega a Dios como respuesta”.

Surgió en mi interior la pregunta por la existencia de una entrañable mujer que la historia dominicana no podrá olvidar jamás. Sin perder tiempo, abrí su libro Color de piel y empecé un viaje deslumbrador que creó una especie de agridulce en el interior de quien hace una lectura centrada y con un interés particular.

Entre la blancura y el miedo: Jeannette Miller en medio de la herida racial dominicana. La obra Color de piel es mucho más que una novela autobiográfica ficcionalizada; constituye un espejo crudo de la historia dominicana, donde la herencia racial, los traumas coloniales y la espiritualidad se entrelazan para revelar el dilema identitario más persistente del país. Los genes inmutables del ADN cultural, diría Fernando Ferrán.

A partir de la vida de Isabel —alter ego de Miller— se despliega un análisis lúcido sobre el peso simbólico del blanco, el miedo al negro, la ruptura interior de las élites y la búsqueda espiritual como vía de sanación.

Su entrega a Dios como respuesta, expresada en su mensaje de Adviento y encarnada en Color de Piel, es tal vez la síntesis más profunda de una vida que, atravesando la herida racial y la historia, desemboca finalmente en la paz de la fe

Según Miller, la realidad racial dominicana constituye una historia fragmentada y una identidad negada. La obra revela que la República Dominicana nunca se ajustó plenamente a la “lógica de la plantación” que rigió otras sociedades caribeñas, donde la dicotomía blanco/negro determinó jerarquías sociales rígidas.

En la parte española de la isla, la mezcla racial fue temprana y extendida; la vida económica giraba en torno a unidades agrícolas pequeñas, con relativa autonomía y sin la maquinaria esclavista masiva del Caribe francés o inglés. Sin embargo, esta ausencia de un sistema esclavista centralizado no erradicó el imaginario racial colonial: solo lo volvió más ambiguo, menos confesado y quizá más traumático.

Por otra parte, Miller concibe la historia no como algo pasajero y superficial, sino como un peso, una herida y un llamado. La novela está estructurada como un contrapunto entre memoria personal e historia nacional: la ocupación norteamericana, la dictadura trujillista, la revolución de 1965. La vida de Isabel —y, por ende, la de la propia Miller— está marcada por estas fuerzas que condicionan identidad: miedo, resistencia y trauma.

En muchas familias dominicanas persiste el miedo, la resistencia y el trauma cuando niegan una pareja sentimental a un hijo o una hija por el color de su piel. Una de las críticas más penetrantes de Miller es la fascinación dominicana por el blanco. Aunque a veces se exprese como humor cotidiano o consejo familiar, el fondo es la continuidad de un racismo estructural que asocia ascenso social con aclaramiento de la piel. La escena en que Adelita impulsa a su hija a casarse con el marino estadounidense por su pelo rubio y sus ojos celestes retrata este fenómeno con brutal honestidad.

Casi como un popular muy conocido en la sociedad dominicana, se puede afirmar: si la blancura seduce, la negritud aterra. No como una realidad histórica, pues casi todos los dominicanos tienen ascendencia africana, sino como un espectro simbólico. Miller lo revela cuando muestra a personajes cultos, modernos, urbanos que, sin embargo, temen aquello que llevan en su propia genealogía.

Una vida que zigzaguea entre esto y aquello: en la búsqueda y el desencanto, el irse y volver de la familia, entre la ilusión y su antítesis, en esa búsqueda existencial, después de tres décadas de dolor, violencia histórica, rupturas personales y desarraigo, Isabel encuentra en la fe un camino hacia la paz. El momento en que toma el crucifijo y experimenta una epifanía no es un acto dogmático, sino una liberación estética y espiritual.

Quizás sin darse cuenta encontró lo que tanto buscaba sin saberlo aún. La vida de Miller se asemeja así a las trayectorias filosóficas o místicas de grandes filósofos y pensadores como León Tolstoi, Simone Weil, Soren Kierkegaard o Pedro Mir, quienes, de alguna manera, experimentaron una conversión marcada por el agotamiento de la razón y el reconocimiento del vacío interior. Donde la espiritualidad es un acto de atención radical en el que el ser humano se abre al misterio y a la gracia, y la angustia es entendida como un preludio del salto de fe.

Miller concibe la historia no como algo pasajero y superficial, sino como un peso, una herida y un llamado. La novela está estructurada como un contrapunto entre memoria personal e historia nacional

La trascendencia poética, según Pedro Mir, lleva a la unión con la naturaleza. Esta imagen coincide con el cierre de “Color de piel”, donde Isabel se convierte en “una con el agua, una con la luz, una con Él”. En ambos casos, la naturaleza funciona como símbolo de reconciliación espiritual y de superación de la herida histórica.

Su fe no surge por dogmas, sino como respuesta a una crisis existencial profunda; tras recorrer el trauma histórico dominicano, encuentra un punto límite donde la narrativa racional ya no ofrece respuestas. En su epifanía final, Isabel se funde con la luz y el mar, recuerda la experiencia tolstoiana en la que la fe aparece como un acto vital de supervivencia espiritual y reconciliación.

En fin, Jeannette Miller y la tensión racial dominicana constituyen un ejemplo vivo de que, ciertamente, existe una literatura divina que Dios escribe derecho, aunque a veces la percibamos en líneas torcidas. Su entrega a Dios como respuesta, expresada en su mensaje de Adviento y encarnada en Color de Piel, es tal vez la síntesis más profunda de una vida que, atravesando la herida racial y la historia, desemboca finalmente en la paz de la fe.

Roberto Martínez de los Santos

Padre Roberto Martínez de los Santos. Sacerdote analista ambiental. Estudiante del Doctorado en Historia del Caribe, por la Universidad Católica Madre y Maestra.

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