La solicitud de una empresa internacional para optar por la concesión de la Isla Cabra, situada en la provincia de Montecristi, ha alarmado a las comunidades locales, a los ambientalistas, a los académicos y a las áreas relacionadas con el manejo responsable del territorio. Y no se trata de una oposición al turismo como actividad económica, sino de una preocupación legítima ante un modelo de desarrollo que podría poner en riesgo áreas protegidas de alto valor ecológico y patrimonial.
Según documentos que han circulado públicamente, la empresa Bretagne Holding Limited presentó ante las autoridades dominicanas una solicitud de concesión territorial que incluye la Isla Cabra, con el objetivo de desarrollar atractivos turísticos que complementan el proyecto denominado “Alba Bay”, que se desarrollará en la provincia de Montecristi.
Alba Bay Montecristi es un proyecto de desarrollo turístico de considerable envergadura, que se planifica llevar a cabo en una superficie de 34.9 millones de m², con un área de construcción de 7 millones de m². El proyecto comprende lotificaciones para residencias (villas y townhouses), hoteles (resorts), un aeropuerto, una zona industrial (Eco-Industrial Park). Además, zonas comerciales, centros educativos, un club de fundadores, un centro médico, un campo de golf, áreas ecológicas (parques y espacios verdes), amenidades, viviendas para colaboradores, entre otros. Llama la atención que, en su concepción inicial, el proyecto no garantizara un acceso efectivo a la playa, razón por la cual ahora se pretende incorporar la isla como parte integral del desarrollo.
Aún no hay fecha para su construcción, pero, por su magnitud, estamos seguros de que revolucionará el turismo en Montecristi, lo que colocará a esta provincia en el mapa de los destinos turísticos a visitar en el país.
Aquí surge la primera pregunta de fondo: ¿puede el acceso a una playa justificar la intervención en un espacio natural protegido?
La Isla Cabra forma parte de un ecosistema frágil, vinculado a áreas protegidas del noroeste dominicano, una región que históricamente ha sido marginada del desarrollo turístico masivo, pero que, precisamente por ello, conserva uno de los patrimonios naturales más valiosos del país. Manglares, arrecifes, biodiversidad marina y paisajes prácticamente intactos no son obstáculos al desarrollo; son, en sí mismos, un capital estratégico que requiere protección, planificación y visión de largo plazo.
Convertir estos espacios en piezas funcionales de proyectos inmobiliarios —aunque se les adorne con el término “ecológico”— supone una banalización del concepto de sostenibilidad. No todo lo verde es sostenible, ni todo proyecto turístico lo es por definición. En nuestro país, estos espacios no son “territorio disponible”, sino bienes jurídicamente protegidos.
La Ley No. 64-00 sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales establece con claridad que el Estado tiene la obligación de preservar los ecosistemas frágiles, las áreas costeras, marinas y los espacios de alto valor ambiental, priorizando el interés colectivo sobre cualquier interés particular. Asimismo, la Ley No. 202-04 Sectorial de Áreas Protegidas define las distintas categorías de manejo y restringe severamente los usos permitidos dentro de ellas, especialmente aquellos de carácter inmobiliario o turístico.
Cualquier intento de concesión, ocupación o modificación de los límites de un área protegida para fines privados no solo debe superar rigurosos estudios de impacto ambiental, sino que también debe demostrar su compatibilidad con la categoría de manejo asignada, algo que, en la práctica, rara vez ocurre en proyectos de enorme escala.
Uno de los errores más frecuentes en la planificación territorial es concebir las áreas protegidas como espacios “subutilizados” o como reservas estratégicas para el desarrollo futuro. Esta visión contradice tanto la legislación nacional como los compromisos internacionales asumidos por el país.
República Dominicana es signataria del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) —en particular el ODS 14 (Vida submarina) y el ODS 15 (Vida de ecosistemas terrestres)— y del Acuerdo de París sobre cambio climático. Estos instrumentos obligan al país a conservar sus ecosistemas costeros y marinos como parte de su estrategia de resiliencia climática y desarrollo sostenible.
Desde este punto de vista, la Isla Cabra no es un impedimento para el desarrollo, sino un recurso estratégico de valor incalculable para la conservación, la investigación científica, el turismo de naturaleza y la promoción internacional del país como un destino responsable.
República Dominicana ha demostrado que el turismo puede ser un motor de desarrollo económico, generador de empleos e inversión extranjera. Sin embargo, también ha aprendido, a veces a un alto costo ambiental y social, que el crecimiento desordenado y la ocupación de zonas sensibles generan impactos irreversibles.
El desarrollo turístico moderno exige algo más que inversión y diseños atractivos. Requiere respeto al marco legal ambiental, coherencia con las categorías de protección existentes, estudios de impacto ambiental rigurosos e independientes y, sobre todo, un diálogo transparente con las comunidades y la sociedad civil.
Cuando un proyecto necesita modificar o presionar los límites de un área protegida para ser viable, el problema no es el territorio: es el modelo.
Montecristi no necesita repetir los errores de otros destinos. Tiene la oportunidad de construir un modelo basado en turismo de naturaleza, científico, cultural y de bajo impacto, donde el valor esté en la conservación. La Isla Cabra puede y debe ser un símbolo de ese enfoque, no una moneda de cambio para resolver fallas de diseño de proyectos privados.
Es crucial en este momento preguntarnos si el proyecto es compatible y éticamente defendible en un país que ha asumido compromisos internacionales en materia de sostenibilidad, cambio climático y protección de la biodiversidad.
Y corresponde ahora a las autoridades dominicanas actuar con coherencia, transparencia y apego a la ley. Las áreas protegidas no pueden ser vistas como reservas estratégicas para futuros desarrollos, sino como bienes públicos que garantizan bienestar ambiental, resiliencia climática y calidad de vida para las generaciones presentes y futuras.
Defender la Isla Cabra no es estar en contra del desarrollo. Es, precisamente, apostar por un desarrollo que no destruya aquello que nos hace únicos como destino y como país. Porque una vez que se pierde un ecosistema, no hay proyecto —por ambicioso que sea— que pueda devolverlo.
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