Por décadas, la educación dominicana ha enfrentado tensiones históricas que han limitado su capacidad para avanzar hacia transformaciones profundas y sostenibles. Tres patrones, profundamente arraigados en nuestra cultura institucional, han tenido un peso decisivo: el inmediatismo, la improvisación y la búsqueda de brillo social. No se trata de fenómenos recientes ni atribuibles a una gestión específica; son características repetidas en múltiples administraciones, con independencia de sus orientaciones políticas o de la calidad de sus intenciones. Este ensayo no busca señalar responsabilidades coyunturales, sino comprender patrones estructurales que han obstaculizado la consolidación de políticas educativas de largo plazo. Y lo hace en un momento en el que el país tiene una oportunidad extraordinaria: la renovación del Pacto Nacional para la Reforma Educativa, que podría marcar un punto de inflexión en esta trayectoria.

El inmediatismo ha sido uno de los rasgos más persistentes de nuestra vida pública. Durante años, la presión por mostrar resultados inmediatos ha condicionado la acción del Estado, impulsando decisiones que responden más a expectativas de corto plazo que a una visión estratégica. La educación, sin embargo, es una política que solo da frutos en el tiempo largo: formar docentes, transformar culturas escolares, consolidar sistemas de evaluación y garantizar aprendizajes implica procesos acumulativos que no pueden acelerarse sin sacrificar profundidad. No obstante, el sistema ha funcionado como si fuera posible producir transformaciones rápidas, sustituyendo programas antes de permitir que maduren o iniciando reformas sin las condiciones de base necesarias. El resultado es una pérdida de continuidad que impide avanzar sobre lo ya logrado y obliga a reiniciar ciclos una y otra vez. Así, la educación dominicana invierte mucho, pero acumula poco, porque no se sostiene sobre una arquitectura estable.

A este inmediatismo se suma la improvisación, otra práctica histórica que se deriva de la fragilidad institucional. Durante décadas, los cambios en equipos técnicos, las estructuras discontinuas y la falta de sistemas robustos de información han llevado a que las políticas respondan más a las urgencias que a la planificación. Cuando un sistema carece de una teoría del cambio clara y de mecanismos de aprendizaje organizacional, cada nueva administración se encuentra obligada a “resolver” más que a “construir”. La improvisación no es, por tanto, una falla moral; es una respuesta adaptativa a la ausencia de un andamiaje institucional sólido. Pero sus efectos son perniciosos: dificulta la evaluación, interrumpe aprendizajes institucionales y perpetúa la dependencia de decisiones coyunturales.

La búsqueda de brillo social constituye una tercera tensión histórica. La presión por producir señales inmediatas de dinamismo —anuncios impactantes, programas de alta visibilidad, entregas masivas de recursos— ha favorecido iniciativas más orientadas a la percepción pública que a la transformación estructural. Esta lógica no es exclusiva de un gobierno; es parte de un ecosistema político que valora más lo visible que lo esencial. El problema es que las políticas educativas realmente transformadoras suelen ser discretas, progresivas y técnicas; avanzan sin ruido, pero con profundidad. Cuando la política privilegia el espectáculo, la educación pierde continuidad y credibilidad, y los actores del sistema —docentes, directivos, centros educativos— quedan atrapados en una sucesión de iniciativas que cambia sin consolidarse.

Para comprender la magnitud de este desafío, resulta ilustrativo contrastarlo con experiencias internacionales como la de Finlandia. Su sistema educativo, hoy reconocido por sus resultados y su equidad, no es fruto de una reforma súbita ni de decisiones aisladas, sino de un proceso sostenido durante más de treinta años. La unificación de la educación básica, la transformación de la formación docente, la profesionalización magisterial y la descentralización progresiva fueron hitos que se introdujeron de manera gradual y coherente. La clave del caso finlandés no reside en copiar lo que hoy hace, sino en entender que su éxito se explica por una trayectoria construida con paciencia estratégica. Ninguna administración buscó resultados inmediatos; se centraron en construir capacidades. La lección para nosotros es clara: las transformaciones educativas profundas requieren continuidad, visión de país y compromiso técnico.

La República Dominicana necesita transitar hacia ese modelo de aprendizaje institucional. No basta con multiplicar programas o anunciar reformas: el sistema debe aprender de sí mismo, evaluar, corregir, reconocer logros y persistir en el tiempo. Para que una política educativa sea eficaz, debe acumular conocimiento y consolidar capacidades. El camino hacia un sistema que aprende implica fortalecer la carrera docente, desarrollar sistemas sólidos de monitoreo y evaluación, promover la estabilidad técnica y adoptar una lógica de mejora continua. Esta transición demanda una arquitectura institucional que sostenga las políticas más allá de ciclos electorales.

En este contexto, la renovación del Pacto Nacional para la Reforma Educativa constituye una oportunidad excepcional para romper con la tradición histórica del corto plazo y estructurar un marco de largo aliento. El Centro de Investigación en Educación y Desarrollo Humano (CIEDHUMANO) ha planteado la necesidad de que la renovación del Pacto esté guiada por una teoría del cambio robusta, que articule objetivos, procesos, indicadores y ciclos de retroalimentación. Una teoría del cambio no es un documento técnico más: es el mapa que permite ordenar decisiones, alinear actores y garantizar coherencia entre niveles nacionales, institucionales y territoriales.

Y es precisamente en este momento donde se abre un horizonte significativo: la actual administración tiene una oportunidad singular de romper con la tradición histórica del inmediatismo y la improvisación, inaugurando un ciclo de políticas educativas fundamentadas en evidencia, continuidad y visión de país. No se trata de una reforma puntual ni de un conjunto de programas, sino de construir un nuevo modo de hacer política educativa: más estable, más reflexiva, más orientada a resultados sostenibles. La renovación del Pacto puede convertirse en la plataforma que inaugure este tránsito y que permita que la educación dominicana deje atrás décadas de fragmentación para entrar en una etapa de coherencia institucional.

Los desafíos de nuestra educación no son coyunturales; son estructurales y acumulados. Superarlos exige transformar nuestra relación con el tiempo en política pública. Requiere abandonar la urgencia permanente y reemplazarla por continuidad; sustituir la visibilidad inmediata por la construcción paciente; pasar de un ciclo de anuncios a un ciclo de aprendizajes. La renovación del Pacto Educativo nos coloca ante una oportunidad histórica: iniciar la construcción de un sistema que piense en décadas, no en meses; un sistema que evalúe, reflexione y mejore; un sistema que entienda que educar no es brillar, sino construir futuro.

Radhamés Mejía

Académico

Educador. Profesor Emérito de la PUCMM ExVicerrector de la PUCMM por más de 35 años y exrector de UNAPEC. Actualmente es Coodinador de la Comisión de Educación de la Academia de Ciencias de la República Dominicana (ACRD). En la actualidad es Director del Centro de Investigación y Desarrollo Humano (CIEDHUMANO)-PUCMM.

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