En el momento en que acabamos de recibir con profunda alegría la escogencia de León XIV como Obispo de Roma quiero explorar brevemente un tema de ontología que armoniza parcialmente con el examen de la obra de Edith Stein acerca del existencialismo de Martín Heidegger.
Una de las cuestiones a debate más interesante en la ontología es el pugilato entre Fe y Razón. El centro de ese asunto es qué queremos decir cuando afirmamos que Dios existe. ¿Qué es la existencia o realidad de lo que llamamos Dios? Es posible anular ese tema simplemente afirmando que Dios no existe, pero entonces quienes se encaminen por esa ruta deben demostrar racionalmente las evidencias de su negación, semejante a los que afirmamos su existencia debemos avanzar en el esfuerzo de su demostración racional. Y es en este punto que es importante clarificar lo que denominamos fe.
Dentro de la doctrina católica oficial se avanza en ese punto con la siguiente afirmación: “La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros”. (166)
Es evidente, ¡siempre lo ha sido!, la confusión conceptual entre fe y creencia. Está tan extendida que asumimos que una de las acepciones de creencia es fe, lo cual genera demasiados equívocos, perjudicando una correcta concepción de la fe. Demasiadas tonterías se dicen porque se creen y se pretende que sean motivo de fe.
En la fe se articula una respuesta personal de cada ser humano, que a la vez es intrínsicamente parte de una respuesta comunitaria -lo de personal no significa individual- a una iniciativa de Dios. Demanda por tanto libertad. Si no fuéramos libres no podríamos responder a la Epifanía. Y como la libertad requiere la lucidez y la capacidad de amar, nada más opuesto a ella que la obligación, la aceptación cerril y sin explicaciones, la exigencia de obediencia en base al chantaje de la culpa o la condenación eterna.
La fe la hemos recibido de otros, como recibimos la lengua materna o la cultura en que nacimos. El texto que he citado establece dos analogías interesantes. Surgir a la vida y vivir. Ninguna de las dos es posible en solitario. Siempre es una experiencia de dos o más. La fe es como la concepción, es como la existencia humana concreta, siempre demanda de otros, en diálogo lúcido, en fraterno intercambio. No es posible la fe sin libertad, sin lucidez, ni ausente de amor.
Unos a otros nos sostenemos en la fe, en el amor, en la compresión del mundo y todo ello es el amor floreciendo y germinando. No hay fe donde está la violencia, la humillación, la manipulación, la destrucción de las posibilidades de la vida humana, el racismo o la misoginia, el cerrarnos a cuidar a quien es tan ser humano como nosotros. Lo opuesto a la fe es la respuesta de Caín: ¿acaso soy guardián de mi hermano? Por eso Francisco y León XIV enfatizan tanto el cuidado a los migrantes que es una de las señales de fe más evidentes en el contexto mundial presente.
La fe no es creencia, en el significado más hondo de cada uno de esos dos conceptos, porque la creencia carece de todo asidero intelectual, por tanto, demanda apagar la lucidez (lo que nos deshumaniza) y nos coloca acríticamente en un sistema que nos hace irresponsables de nuestras acciones (por lo que nos anula la libertad). Ese es el terreno cenagoso de las ideologías basadas en las lógicas del poder de minorías y las formas más inhumanas de discriminación contra los otros. Comienza con expresiones discriminatorias y termina en campos de exterminio (como Auschwitz o la Franja de Gaza).
La experiencia de fe no demanda creer. La experiencia de fe invita a dialogar, a reflexionar, a imaginar de manera creadora, a formar comunidad y sobre todo a amar radicalmente a todos los seres humanos. Es el mensaje del Buen Samaritano.
La experiencia de fe, como toda la realidad humana, encuentra sentido en las biografías y en el momento histórico (Rahner) en que nos toca vivir. No existe vida humana ajena a su tiempo y sus circunstancias -pero siempre es requerido explorar críticamente el legado recibido (en gran medida las creencias)- y en tales coordenadas estar abiertos a los otros y al Otro. (Levinas)
Jesús lo resume muy bien: “amaras a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”. Y Juan saca la consecuencia natural de ese planteamiento: “el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto”. Por tanto, en el contexto de la vida de cada uno y el momento histórico que le toca vivir (siempre ambos asumidos críticamente) la experiencia de fe pasa ineludiblemente por el amor al prójimo. Dios está llamando desde el sufrimiento de los más pobres, marginados y excluidos.
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