Nostalgema gastronómico

La figura privilegiada del ethos gastronómico es lo que denomino “nostalgema”, como la unidad mínima de la imagen gastronómica que sumerge la nostalgia. Según Roland Barthes, una figura es una “forma sensible, afectiva y discontinua del deseo, del lenguaje y de la subjetividad” (Fragmentos de un discurso amoroso). Tanto Alfredo Bryce Echenique como Peter Elmore configuran su ethos en función del deseo de regresar al pasado en el que, gracias al lenguaje, se vuelca toda su sensibilidad. Del griego nóstos=regreso, álgos=dolor), “dolor por un regreso imposible”, una imposibilidad; en definitiva, el nostalgema aflora allí como síntoma del deseo.

En la “Introducción” al Diente del Parnaso, Cisneros declara que el libro es mucho más que “un simple tratado de cocina”. La memoria es uno de sus platos fuertes, ya que “un buen manjar se convierte en un revuelo de recuerdos” (14). No en vano, la sección donde se incluyen los autores y sus platillos se titula “Nostalgias de los amores y sabores”. Entonces, para Peter Elmore existe una “memoria del paladar”. Si la ékfrasis consiste en la producción de palabras a partir de una imagen y la eidésis (eidético), la producción de imágenes a partir del sonido, ¿cómo podríamos llamar a la producción de imágenes a partir del sabor? ¿Sapor effingit imagines? de effingere = plasmar, esculpir, dar forma → transmite la idea de que el sabor “modela” imágenes en la mente” (ChatGPT). Tal vez podría denominarse “síndrome de Marcel Proust” a esa búsqueda del sabor de la memoria.

Entonces, la “memoria del paladar” de Elmore es un habla de las fiestas, no una lengua; es la “realización individual y concreta” de platillos como el bacalao de la Semana Santa, el pavo relleno de la Navidad y el cabrito al horno de las Fiestas Patrias. Cabrito hay muchos, pero para Elmore se convierte en idiolecto organizado de la siguiente manera: el entusiasmo del desfile militar, la nona, mantel largo en la mesa (clase social), modo de preparación (horneado), sabor: dulzón y agreste; textura: suculento, como si la banda de música le rindiera un homenaje al cabrito. . . El chivo (adulto, corriente) pertenece a la lengua; el cabrito (tierno), al habla.

El ethos de Peter Elmore se elabora desde una comunidad gastronómica familiar en las festividades, que a la vez entroncan con la historia de la sociedad peruana. Pero este ethos tiene una gramática: tipo de chivo, sazón del chivo, preparación del chivo. No todo el mundo sabe que, si el chivo es cojudo y no se mata de la manera correcta, sus glándulas odoríferas producen feromonas que impregnan la carne con un olor y sabor muy penetrante. Por lo tanto, hay que asegurar óptimas condiciones de higiene y desangrarlo correctamente.  Preparación: Desollar, frotarlo con limón para que adquiera una “cítrica frescura” que luego enriquece el aroma; se le unta ajo molido, se espolvorea con sal y pimienta, se le pone un toque de “sillao” (salsa de soya) y el toque de Liguria que consiste en una radicceta (achicoria) con su sabor amargo. Luego se marina el cabrito con aceite de oliva y romero; hornear a 400 grados por 15 minutos; continúa con varias recomendaciones y el toque de vino blanco. El sabor del cabrito se debe al “saber” de su nona; es una artista. En la memoria de Elmore, la banda de música y el desfile militar se desdibujan. En cambio, el gusto del cabrito permanece intacto.

El ethos de Alfredo Bryce Echenique se estructura a partir del sabor de la butifarra de Lima en su versión de sánguche a la peruana. Pero ¿por qué este platillo y no ají de gallina o cancha de ñuña? ¿Cómo se articula este platillo con el cuerpo del autor o cómo construye el autor su ethos a partir del platillo? Primero, hay que decir que estos platillos remiten a una época, más específicamente al año de 1953, cuando a los 14 años, el escritor iba a la piscina del Country Club con una “divina compañía”. Además, lo acompañaba un grupo de amigos. La butifarra consumida a orillas de la piscina tiene un carácter ritual; es, si se quiere, un nostalgema, donde el signo butifarra se convierte en el significante de piscina+Tere+amor+amigos+tiempos mejores+felicidad.

Este sistema segundo, como lo llama Roland Barthes, se expresa en la siguiente frase de Bryce Echenique: “No ha habido, ni hay en el mundo, mejor butifarra que la que se come empapado uno, empapado su amor, empapados los amigos todos, y el corazón chorreandito, o sea, chorreándole a uno por todas partes, este mundo incluido y buena parte del otro” (El diente… 43). El inusual diminutivo en gerundio “chorreandito” resalta la ternura del momento. El agua, como elemento privilegiado, lo permea todo: la butifarra, el amor, la amistad, el momento. Gastón Bachelard dice que “el ser consagrado al agua es un ser en el vértigo”, y yo diría que “en el vértigo de la nostalgia” (13). Es por lo que “la pena del agua es infinita” (13).

La memoria ahogada en la butifarra se reconfigura en un movimiento, un escorzo cinematográfico de los cuerpos: “salir de la piscina con Tere y los demás amigos y, así empapados, correr todos al mostrador, donde nos esperaban aquellos sánguches a la peruana que nuestras goteantes manos llevaban a los labios que se abrían para convertirlos en condumios, amén del ritual de la amistad y del amor” (43). La pérdida de Tere, en un gesto proustiano radical, lleva al autor, años más tarde, a pedirle a la cocinera de la casa que le lleve una butifarra a la ducha para comérsela “empapado”. Desnudo en la ducha, comer butifarra es un acto íntimo y erótico que lo religa (religión) a Tere. El agua es solo el vehículo. Para Bryce Echenique, la butifarra limeña es casi un acto de amor que lo remite a la adolescencia.

Los platillos de los escritores no son especiales ni más importantes que otros. Tampoco construyen un ethos mejor que los demás. La diferencia consiste en que los escritores, tal vez de manera consciente, no solo incorporan la comida en sus cuerpos, sino también en su expresión literaria, como subjetividad y deseo también.

El Sapor effingit imagines proustiano, convertido en saber literario, da forma al ethos gastronómico de los escritores que acabo de analizar; como si los platillos —cabrito o butifarra— los convirtieran en “poetas”, según el predicamento de Coullette. Parecería que la nostalgia de la memoria de estos alimentos los presentara con su humanidad desnuda: el niño Peter, bajo la mirada de su nana y el sabor del cabrito, y el Alfredo adolescente muerto de amor comiendo butifarras “chorreandito”. Y finalmente, debo agregar que soy yo, como crítico, quien está ayudando a crear el ethos gastronómico de estos dos escritores peruanos.

 

Fernando Valerio-Holguin

Escritor

Escritor, Doctorado en Letras Hispánicas (Universidad de Tulane, 1994), Profesor Distinguido John N. Stern de Literatura Latinoamericana en la Universidad Estatal de Colorado. Ha dictado conferencias y ofrecido recitales de poesía en varias universidades e instituciones, tales como Instituto Smithsoniano, Biblioteca del Congreso, Universidad de Oxford y Universidad de Varsovia. Entre sus libros destacan: Poética de la frialdad: La narrativa de Virgilio Piñera (1996), Banalidad Posmoderna (2006) y Presencia de Trujillo en la narrativa contemporánea (2006).

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