En Washington, nuevas investigaciones del Congreso están examinando posibles abusos de poder ocurridos durante la administración del presidente Joe Biden, específicamente el uso de capacidades de seguridad nacional para vigilar a la oposición política. Documentos divulgados por el Comité Judicial de la Cámara de Representantes indican que Operation Arctic Frost —una operación posterior a los disturbios del Capitolio de 2021— pudo haber sido utilizada para monitorear y recopilar datos sobre 156 legisladores, funcionarios y aliados del Partido Republicano.

La cifra no corresponde a casos aislados. Representa una red de vigilancia interna de alcance inusual, enfocada no en amenazas externas, sino en adversarios políticos domésticos.

El fiscal especial Jack Smith, figura clave en estos procesos, ya había sido cuestionado por obtener registros privados de senadores estadounidenses. Con esta nueva información, la pregunta que emerge no es meramente partidista, sino constitucional:

¿Puede un gobierno democrático emplear los instrumentos de seguridad del Estado para vigilar a la oposición?

La inquietud se profundiza con un segundo hallazgo: durante varios meses, órdenes ejecutivas e indultos federales fueron firmados en nombre del presidente Biden mediante una máquina llamada Autopen, sin evidencia documental clara de que él estuviera presente o cognitivamente involucrado en esas decisiones.

Cuando la firma presidencial —símbolo directo de voluntad ejecutiva— puede ser sustituida por la acción discrecional de asesores no electos, la pregunta institucional es inevitable:

¿Quién estaba gobernando realmente?

¿Por qué esto resuena en la República Dominicana?

La República Dominicana conoce bien los riesgos de un Estado que vigila a su ciudadanía y opositores.

Bajo la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) convirtió la vigilancia política en instrumento de control absoluto. Tras su caída, los doce años de Joaquín Balaguer mantuvieron un sistema menos visible pero funcional, donde la supervisión política y el aparato estatal servían también para consolidar poder y administrar adversarios.

Y más cercano aún, el caso del exprocurador general Jean Alain Rodríguez, hoy procesado en Operación Medusa, muestra cómo un aparato estatal puede ser desviado hacia la persecución selectiva, la manipulación de expedientes y, según la acusación formal, intentos de extorsión y presión política contra figuras públicas para garantizar obediencia o silencio.

El paralelismo no sugiere equivalencia automática.

Pero sí revela una lógica común en la región y ahora visible en Estados Unidos:

• Cuando el Estado empieza a vigilar a la oposición,

• Cuando la ley deja de ser límite y se convierte en instrumento,

• Y cuando la autoridad presidencial puede ser ejercida por terceros no electos,

Se forma un segundo poder, paralelo, no democrático y difícil de desmantelar.

Lo que está en juego

Estados Unidos ha sido, por décadas, el modelo institucional del hemisferio.

Si allí los contrapesos comienzan a fallar, el impacto es continental.

Para países como la República Dominicana —donde la institucionalidad es conquista y no garantía— la lección es clara:

La democracia no se destruye en un golpe. Se desvanece cuando el poder deja de responder a la ley, y la ley empieza a responder al poder.

Ese es el punto preciso donde la república deja de ser república.

Ronald L. Glass

Diplomático

Exdiplomático estadounidense | Líder de Desarrollo Internacional | Experto en Gobernanza, Seguridad Nacional, Estado de Derecho y protección de los Derechos Ciudadanos | Impulsando los intereses estadounidenses y la resiliencia institucional en Centroamérica. Ronald Glass es analista especializado en asuntos internacionales y amenazas emergentes, y autor galardonado del guion de ciencia ficción sobre inteligencia artificial “The Realms – Samsara.”

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