Hace pocas semanas iniciaron las clases en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), en la cual he sido docente desde hace poco más de una década, siendo una de las materias que imparto la de Derecho Internacional Público. Siempre ha sido un reto poder enfrentar las preguntas mordaces, el escepticismo y las visiones tan cargadas de realidad de los estudiantes, pero no tengo dudas de que en este momento en particular el recelo respecto a esta materia es mucho más alto. Sin ánimos de ser demasiado deprimente, ser docente de Derecho Internacional Público hoy día me hace sentir como una especie de barquito de papel, que navega por el embravecido y tomentoso Mar del Norte.

Claramente, vivimos en un momento de crisis de la multilateralidad y el Derecho Internacional Público en sentido general. Solo hay que leer la sección de “internacionales” de cualquier periódico local o del mundo para encontrarse con aumentos unilaterales de aranceles aduaneros-desconociendo tratados de libre comercio-, conflictos bélicos, conflictos internos en países hermanos -como Haití-, jefes de estado condenados por crímenes de guerra -y no necesariamente hablamos de “señores de la guerra” africanos-, sentencias de cortes internacionales que simple y sencillamente no se acatan -como en el caso del Mar Meridional de China-… en fin: un panorama bastante desolador para el sistema internacional y mucho más para un profesor que pretende impartir una materia que se mira con altas -y muchas veces muy fundadas- sospechas.

En otras palabras, es cierto que nuestro contexto global está hoy marcado por guerras prolongadas, crisis humanitarias, el resurgimiento de discursos extremistas, el debilitamiento del multilateralismo, y la constante tensión entre soberanía y cooperación internacional, lo cual inclina a muchas personas -entre las que me cuento yo mismo- a considerar que el Derecho Internacional, en muchas ocasiones, parece ir detrás de los acontecimientos, reaccionando tarde o con poca fuerza ante violaciones graves del derecho humanitario o del medio ambiente o de los derechos humanos o en el simple mantenimiento de la paz -vamos, como si eso fuera poquita cosa-. Esa es una realidad que no podemos maquillar.

Sin embargo, también creo que, sin quitarle gravedad a los acontecimientos, estas problemáticas son solo una fracción o una parte de toda una gran imagen (la big picture, dirían a los que les gusta el spanglish). Y es que, a pesar de sus limitaciones, el Derecho Internacional Público sigue siendo una herramienta vital —y la mayoría de las veces silenciosa, sutil, funcionando cada día tras bastidores— para el mantenimiento de un cierto orden en el sistema internacional. Por ejemplo, por más grandilocuente que pueda parecer esta afirmación: en lo que va del siglo XXI, no hemos vivido una tercera guerra mundial -al menos, no todavía-, y ese hecho, que a veces se da por sentado, tiene mucho que ver con la existencia de normas, instituciones y mecanismos de resolución pacífica de controversias que, aunque perfectibles, funcionan en mayor o menor medida. Claro que, no siempre a la velocidad que quisiéramos, pero funcionan.

Además, los avances en derechos humanos, en el reconocimiento del derecho al desarrollo, en el derecho ambiental internacional, en la regulación de nuevas tecnologías, en la construcción de una agenda global para el desarrollo sostenible, entre otros factores, nos muestran que el Derecho Internacional sigue teniendo una profunda capacidad transformadora, orientada al desarrollo y a la satisfacción de las necesidades más imperiosas de los más vulnerables. Naciones Unidas, la Corte Internacional de Justicia, la Corte Penal Internacional, y tantos otros órganos y tratados, no son sólo estructuras abstractas: son el fruto de un consenso que buscaba y aun busca al afianzamiento de las relaciones civilizadas y pacíficas entre Estados que, hoy más que nunca, precisamente en este momento de crisis, debemos seguir cultivando.

Por eso, el enfoque que intento sembrar en cada clase es doble: realismo crítico y esperanza activa. Intento que mis estudiantes sean capaces de ver las grietas -a veces, tan profundas como la Fosa de Milwakee- del sistema, de analizar sus límites con rigor y sin ingenuidad; pero también, y creo que es lo más importante, busco motivarlos a que reconozcan el valor que tiene el Derecho Internacional como herramienta de paz, de justicia y de cooperación entre los pueblos. Que lo vean como un lenguaje común que permite que los Estados, a pesar de sus diferencias, puedan dialogar en vez de enfrentarse. Que lo valoren no sólo como una disciplina jurídica, sino como un compromiso ético con la dignidad humana.

Mi objetivo -y espero no morir en el intento- es que cada estudiante entienda que, aunque el Derecho Internacional no resolverá todos los problemas del mundo, sigue siendo uno de los mejores esfuerzos que hemos construido como humanidad para evitar el caos. O sea, en pocas palabras, es muy poco probable que “solo” con el Derecho Internacional se pueda salvar el mundo… ¡pero definitivamente ayuda y mucho! Porque el Derecho Internacional es una amalgama de instrucciones que nos ayuda a convivir en un mundo que arde muy fácilmente, sin importar lo mínima que pueda ser la chispa para dar inicio al caos (esa chispa adecuada, como diría Bunbury).

Luis Antonio Sousa Duvergé

Luis Antonio Sousa Duvergé es abogado (Magna Cum Laude, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra) con especialización en Derecho Administrativo (Universidad Complutense de Madrid, España) y Derecho Corporativo y Financiero (Universidad de Glasgow, Escocia, Reino Unido). Concentra su ejercicio profesional en el Derecho Administrativo, Derecho Corporativo, Derecho de la Regulación de los mercados financieros y otros sectores regulados, Derecho Internacional Público y Derechos Humanos. Docente en grado y posgrado en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM) en Derecho Internacional Público, Derecho de la Regulación de los Mercados Financieros y Gobierno Corporativo.

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