Pixar lleva a cuestas una reputación forjada a base de obras maestras que logran conmover tanto a niños como adultos. Películas como Wall-E, Inside Out o Up no solo redefinieron el cine animado, sino que elevaron el listón de lo que una historia infantil puede ser: inteligente, emotiva y profundamente humana. En ese contexto, Elio (2025), la más reciente apuesta de Pixar y Disney, deja un sabor desconcertante. Visualmente atractiva y con una banda sonora impecable, sí, pero también condescendiente, predecible y emocionalmente ligera.

La historia gira en torno a Elio, un niño latino de 11 años, solitario y “nerd”, que vive con su madre Olga, una científica que trabaja en un programa secreto de contacto extraterrestre. Por accidente, Elio es abducido por una coalición intergaláctica que lo confunde con el embajador oficial de la Tierra. A partir de ahí, la película se convierte en una odisea espacial llena de criaturas exóticas, pruebas emocionales y mensajes sobre la identidad, la empatía y el valor de ser uno mismo.Captura-de-Pantalla-2025-06-22-a-las-10.58.09-a.-m-488x728

Hasta aquí, todo parece prometedor. El problema es que la película nunca logra despegar emocionalmente. Donde otras cintas de Pixar logran un equilibrio entre lo universal y lo particular, Elio parece atrapada en su necesidad de agradar, de representar, de dar lecciones. Y esa ansiedad por ser inclusiva y correcta ahoga el potencial dramático.

Uno de los aspectos más frustrantes de Elio es su aproximación condescendiente hacia la cultura latina. Elio es representado como un niño dulce, sensible y retraído, pero también está rodeado de lugares comunes: la madre fuerte y devota, el hogar sencillo, las referencias folclóricas, la “sabiduría popular” disfrazada de diálogos pedagógicos. No hay complejidad ni ambigüedad. Todo es fácil, digerible, diseñado para provocar una sonrisa cálida más que una reflexión honesta. A diferencia de Coco, que lograba tocar fibras culturales sin forzar la representación, Elio cae en el esquema de la postal para turistas: colorida, correcta y superficial.

Lo mismo ocurre con su visión del “niño nerd”. Elio es único por ser sensible y tener una gran imaginación, pero también se nota que fue construido como un personaje de manual, con todas las casillas marcadas: timidez, exclusión escolar, gusto por los libros, dificultad para socializar. El guion no se arriesga a mostrar sus sombras, sus contradicciones, su rabia. Elio es una figura blanda, un modelo de bondad vulnerable, que invita a la empatía pero no al conflicto. Por eso, resulta difícil sentirse conmovido por su transformación: nunca parece estar en verdadero peligro, nunca se equivoca del todo, nunca pierde nada significativo.

Una excepción a esta planicie emocional es la relación entre Elio y Glordon, uno de los alienígenas de la coalición intergaláctica. Glordon es un ser imponente, que inicialmente representa una figura de autoridad dura y algo ridícula. Pero con el paso del tiempo, se revela como un personaje complejo, marcado por su propio aislamiento. En Glordon hay más verdad que en muchos humanos de la película. Es a través de él que Elio descubre nociones de afecto, confianza y valentía que no había aprendido en casa. Sus conversaciones, a veces absurdas y otras sinceramente vulnerables, dotan al film de una dimensión que casi alcanza la ternura genuina. Lamentablemente, esta relación no se explora lo suficiente. Justo cuando empieza a profundizarse, la trama salta hacia otra misión o prueba espacial, como si temiera detenerse demasiado en lo emocional.

Donde la película realmente brilla es en su banda sonora. Compuesta por Rob Simonsen (The Spectacular Now, The Way Back), la música logra lo que el guion no: emocionar. El score transita desde la intimidad melancólica hasta la euforia espacial sin perder coherencia. En los momentos de mayor vacío emocional del guion, la música aparece como un salvavidas: da espesor a escenas que de otro modo serían puro artificio visual. Simonsen crea una atmósfera que recuerda, por momentos, a Tron y Interstellar, con sintetizadores etéreos, armonías suaves y pasajes que rozan lo coral. Es, sin duda, el elemento más logrado de la película, y probablemente el que más conecte con el espectador adulto.

En lo visual, Elio cumple con el estándar Pixar: mundos coloridos, criaturas bien diseñadas, animación fluida. Pero también aquí hay signos de agotamiento. El estilo “CalArts” de personajes con ojos grandes, bocas redondas y expresiones exageradas comienza a sentirse repetitivo. No hay riesgo formal, no hay búsqueda de nuevas estéticas. A diferencia de apuestas más valientes como Soul o Turning Red, que experimentaban con texturas y lenguajes visuales diversos, Elio parece seguir una plantilla.

También en el nivel estructural la película flaquea. Intenta tocar demasiados temas: el duelo, la soledad, la pertenencia, la diversidad, la diplomacia intergaláctica, la relación madre-hijo, el bullying, el valor de la empatía… El resultado es una narrativa dispersa, que salta de escena en escena sin que ninguna se desarrolle del todo. Cada situación parece diseñada para ilustrar un mensaje, más que para emerger de una necesidad interna de los personajes.

En comparación con otras cintas recientes del estudio, Elio se siente como una versión light de Inside Out mezclada con la estética de Lightyear y una pizca de Coco, sin lograr el impacto emocional ni la originalidad visual de ninguna de ellas. Es una película correcta, bien intencionada, pero sin alma. Y eso, en el universo Pixar, es un problema mayor.

La indiferencia que deja Elio es, quizá, su falla más seria. No provoca rechazo, pero tampoco pasión. Es una película que se olvida rápido. Su ternura es tan programada que se vuelve inofensiva. Su representación, tan pensada para agradar, termina siendo plana. En un mundo donde los niños y jóvenes están expuestos a narrativas mucho más osadas, Elio opta por una fórmula blanda y previsible.

Aun así, se puede rescatar su intención: mostrar que ser “raro” o “invisible” no es un defecto, sino una forma distinta de habitar el mundo. Si ese mensaje logra calar en algunos niños, algo habrá valido la pena. Pero para quienes esperaban una experiencia transformadora, Elio es un viaje al espacio que nunca abandona la órbita de lo correcto.

Una cita que sustenta el mensaje central de Elio —la idea de que la diferencia, la sensibilidad y la vulnerabilidad no son debilidades, sino formas válidas de existir y conectar— podría ser esta de Carl Rogers, psicólogo humanista:

“Lo curioso es que cuando me acepto tal como soy, entonces puedo cambiar.”

On Becoming a Person (1961)

Esta frase encapsula el viaje emocional de Elio: solo al aceptar su sensibilidad, su inseguridad y su rareza como partes auténticas de sí mismo, puede comenzar a construir conexiones reales con los demás, humanos o alienígenas. Es algo que aprendí cuando empecé a escribir poesía.

Pixar ha demostrado que puede emocionar sin ser obvio, conmover sin ser cursi, representar sin caer en el folclor. Esta vez, sin embargo, se quedó a medio camino. Elio es un experimento bienintencionado que no termina de encontrar su voz. Y en el cosmos del cine animado, eso lo hace parecer pequeño, a pesar de su escala intergaláctica.

Gustavo A. Ricart

Cineasta y gestor cultural

Soy cineasta, gestor cultural y crítico en formación. Desarrolló mi carrera entre la creación audiovisual y el pensamiento crítico, combinando la práctica artística con estudios universitarios en Historia y Crítica del Arte. Actualmente cursa una maestría en Gestión Cultural, con el firme propósito de contribuir a la vida pública desde la reflexión estética y el análisis sociocultural. En paralelo, colabora activamente en proyectos que buscan descentralizar el acceso a la cultura y revalorizar nuestro patrimonio.

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