Señoras y señores, hoy me dirijo a ustedes desde esta tribuna de pensamiento crítico con la misma convicción que inspiró la primera edición de este medio. No es la primera vez que levantamos la voz contra la opacidad y el desproporcionado costo que los dominicanos pagamos por los combustibles. Pero esta vez, la reflexión no solo es necesaria, es impostergable. La gasolina se ha convertido en un termómetro del ahogo económico que sufren nuestras familias y empresas. El tiempo de las quejas terminó; ahora corresponde plantear propuestas y exigir acciones.
La anatomía de un sobrecosto
Imagine cada galón de gasolina como un contrato invisible firmado con el Estado. La mitad de lo que usted paga no se traduce en energía que mueve su vehículo, sino en una maraña de impuestos, márgenes fijos y costos cuestionables sin auditoría pública real. No es suposición; es un hecho demostrado al desglosar la factura final.
La Ley 112-00 de Hidrocarburos, creada para regular, terminó convertida en un instrumento que beneficia a pocos y perjudica a la mayoría. El Ministerio de Industria, Comercio y Mipymes (MICM) fija semanalmente precios que incluyen, no solo el costo de paridad de importación (PPI), sino también márgenes automáticos para almacenistas, transportistas e intermediarios, sin relación con la eficiencia real del mercado. El ejemplo más absurdo es el Gasto de Aplicación de la Ley (GAL): una cuota cobrada al consumidor, supuestamente para financiar la propia ley. Es una aberración jurídica y económica; ¿acaso el Estado no cuenta ya con mecanismos fiscales para sostener sus instituciones sin cargar un impuesto adicional en cada galón?
El espejo internacional
Los datos son contundentes. Según Global Petrol Prices, la República Dominicana figura entre los países con la gasolina más cara de América Latina y el Caribe. No hablamos de lujo, sino de necesidad básica. Uruguay o Chile pagan precios altos, pero sus ciudadanos cuentan con ingresos mucho mayores que amortiguan el impacto.
La comparación con Costa Rica es reveladora: allí, un salario mínimo ronda los RD$43,000 mensuales, mientras que en nuestro país es mucho más bajo. En consecuencia, un galón de gasolina en Santo Domingo drena el bolsillo del dominicano común de manera mucho más brutal que en San José. La gasolina, más que un combustible, se convierte en referente de desigualdad social.
Y los más afectados son quienes dependen de ella para sobrevivir: motoconchistas, transportistas y pequeñas empresas. Ellos, que deberían ser prioridad en políticas públicas, son hoy las principales víctimas de un sistema que los condena a gastar más de lo que ganan.
Subsidio o quimera
El gobierno defiende la estabilidad de precios hablando de “subsidios”. Pero, en rigor, no desembolsa dinero: simplemente deja de percibir impuestos que, en cualquier otro escenario, engrosarían el fisco. No es alivio real, es maquillaje contable que perpetúa la opacidad.
Reformas urgentes
La solución no es una utopía, es una decisión política. Ya en 2018, cuando convocamos el “carreteo”, el clamor ciudadano exigía lo mismo que hoy: transparencia y paridad internacional en los precios. Aquellas demandas siguen intactas. Las medidas son claras:
Reingeniería de la Ley 112-00. Auditar la fórmula de precios, eliminar márgenes fijos injustificados y asegurar que los cálculos sean transparentes, con supervisión de entes independientes.
Abolición del GAL. Ninguna ley debería financiar su aplicación con un impuesto adicional. El MICM debe operar con recursos del presupuesto nacional.
Transparencia contractual. Publicar los contratos de importación, incluyendo costos de transporte marítimo, para descartar favoritismos y garantizar compras al precio internacional real.
La carga sobre los hombros del pueblo
El sobreprecio del combustible no es un problema aislado: se traduce en una canasta básica más cara, en empresas menos competitivas, en familias con menos capacidad de ahorro y en un transporte público más costoso. El petróleo es la sangre de la economía; cuando esa sangre está contaminada con sobreprecios e impuestos excesivos, todo el cuerpo nacional enferma.
Hoy, más que nunca, urge un pacto nacional por la transparencia. El combustible no puede seguir siendo la caja chica de un sistema ineficiente.
Convoco a empresarios, sindicatos, líderes comunitarios y a cada ciudadano a exigir un sistema justo. Porque un país que cobra a su gente por respirar ha perdido de vista el verdadero propósito del Estado: servir al bienestar común.
El momento no es mañana ni después, el momento es ahora.
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