¿Es qué se habla demasiado? El que tiene razón y el que no la tiene, hablan. En un momento dado coinciden hablando, oyéndose al mismo tiempo.

¿Se habla para aplastar al otro? ¿Para que no escuche? Hablar alto no es alzar la voz, es contenido de ideas, en pausa, que encierra esa supuesta comunicación y que se está dispuesto a escuchar; que tanto el que habla como el que escucha, sienta que lo que escucha es como el otro lo dice, que lo avale la realidad.

“Qué lindo habla, será así haciendo otras cosas o es que se está haciendo el pendejo”. “Tanto amor, si no confunde desconcierta”. A veces lo pensamos… pero no sobre nosotros mismos.

Si hablas para fijar posiciones, fácilmente las únicas posiciones que se confirman son las de los intereses propios, mezquinos, que no tienen nada de malo si cruzan por encima. Todo consiste en escucharse a sí mismo para crecer, ¿por dentro? Habría que ver. Hay que volverse un escucha y no de los que cazan talentos de béisbol o quizás sí.

Como todos hablamos a la vez no nos escuchamos. El que habla no oye porque habla en igual cantidad y viceversa. Nadie oye a los hijos o a la realidad con el cuerpo, que es como debería oírse a quien supervisamos el crecimiento, que hace que se crezca oyéndolo. Oír en amor es escucharse a sí mismo, al otro.

Al que elegimos para que nos oiga, nos guíe, no bien se lo cree al otro día de ser elegido, ya no oye y empieza a oír sus necesidades, trascendencias, quedarse en la historia.  Esas no caben en cualquier árgana.

¿Nos oye el que elegimos? ¿Su soliloquio es con la almohada a la que se aferran? A saber, el que está supuesto a oír solo oye la última oración. Ojalá pudiera esa persona elegida oír una sonrisa, una carcajada y la pudiera soportar, sin que se sienta su poco de envidia. Reír comunica. Gritar, no. Se ríe porque todo anda bien o está en bien de serlo. ¿Está todo bien?  Dejemos al grito tranquilo.

¿Es que el que tiene que tomar en cuenta el oír no lo hace y si lo hace es para de reírse en nombre de la costilla del que grita? Donde todo pasa a ser una chercha in finitum (la fiesta de nunca acabar), hay que buscarle una explicación.

¿Hay que detenerse para oír? A veces pienso que sí, no que se finja oír y por detrás lavarse las manos, limpiarse los oídos con los codos, con la cara de “Yo no fui”. Si es así, bien por usted. Siga así que va muy bien y, “¡Sion papá! Cuando le toqué a usted que lo oigan sin oírlo, hablamos, y no hay que esperar estar muerto.

En una fase de hablar mucho, ¿quién nos oye? ¿Nosotros mismos o la imagen reflejada en el agua? ¿Nos oímos a nosotros mismos? ¿Cuánto tiempo tiene usted hablando por mí y yo creyéndolo? ¿Es hora que deje de oírlo? ¿Es qué usted solo es capaz de oír a los suyos mientras le conviene? ¿Cuándo me tocará a mí, a este resultado de oyente, que ya ni se pregunta cuando habla que, si lo oyen, o cuando piensa o cree que se oye a sí mismo? Por favor, oiga. Sin manuales de cómo oigo a los otros o me oigo a mí mismo sin oírme, de lo bien que me encuentro oyéndolo. Cuando lo escucho hablar quisiera no tener lengua y hacerlo por señas, que son más violentas que las palabras. ¿Me oyen? ¿Soy yo el que no oye? ¿Tengo que decir cómo me llamo? ¿Es qué tengo que aprender a escuchar para poder discernir lo que me conviene?

Amable Mejia

Abogado y escritor

Amable Mejía, 1959. Abogado y escritor. Oriundo de Mons. Nouel, Bonao. Autor de novelas, cuentos y poesía.

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