En lo que va de 2025, el peso dominicano ha encabezado la lista de las monedas más depreciadas de América Latina. Un fenómeno que, lejos de ser casual o estrictamente especulativo, responde a una serie de factores estructurales y coyunturales que deben ser analizados con objetividad. A continuación, exponemos los elementos más relevantes que explican este comportamiento, así como los dilemas que enfrenta actualmente la política económica del país.
Uno de los principales incentivos para mantener activos financieros en una moneda es la tasa de interés que se ofrece. En este sentido, el diferencial entre la tasa de política monetaria del Banco Central de la República Dominicana (BCRD) y la tasa de referencia de la Reserva Federal de Estados Unidos es hoy muy estrecho o incluso desfavorable. Mientras la FED ha mantenido sus tasas en un rango de 4.25% a 4.50%, el BCRD ha reducido progresivamente la suya a niveles alrededor del 5.75%, generando una rentabilidad neta insuficiente para compensar el riesgo cambiario. Para inversionistas y ahorrantes, especialmente institucionales, esto reduce el atractivo de mantener pesos y favorece la migración hacia dólares, ya sea dentro o fuera del sistema financiero nacional.
A este bajo incentivo se suma un factor tributario con importantes efectos colaterales: la retención del 10% a los intereses generados por certificados financieros y depósitos en pesos. Esta medida, introducida como parte de los esfuerzos fiscales del gobierno, ha reducido aún más el rendimiento real de los instrumentos en moneda local, fomentando la dolarización informal del ahorro y desincentivando la inversión en instrumentos a largo plazo en pesos dominicanos. En la práctica, se castiga al pequeño y mediano ahorrante que desea mantener su capital en la moneda nacional.
Cuando el tipo de cambio comienza a mostrar una tendencia sostenida al alza —como ha ocurrido en 2025— los agentes económicos tienden a anticiparse. Los primeros que migran sus ahorros a dólares obtienen ventajas, y eso genera un efecto contagio. Más personas comienzan a comprar dólares como medida de protección ante la pérdida de poder adquisitivo, lo que alimenta la expectativa de devaluación, afectando la demanda de la moneda local y debilitando aún más al peso, en un ciclo de retroalimentación negativa que es difícil de romper una vez que se instala en el imaginario colectivo.
Este proceso tiene un impacto directo sobre los precios. Los productos importados —o con insumos importados— suben de precio, empujando la inflación. Además, los comerciantes, al prever que reponer inventarios les costará más, ajustan precios por adelantado, generando una inflación por expectativas que no necesariamente refleja aumentos reales de costos. Se desata así un ciclo donde el tipo de cambio impulsa la inflación, y esta a su vez alimenta nuevas presiones cambiarias.
Hasta aquí, podría parecer que la solución es simple: subir la tasa de política monetaria y vender reservas para defender el peso. Sin embargo, la situación económica real del país complica esa receta. La economía dominicana está atravesando una desaceleración significativa. Mientras las proyecciones oficiales para 2025 eran cercanas al 5%, organismos internacionales como el FMI y el Banco Mundial —y las propias autoridades locales— han corregido esas cifras a la baja, colocándolas entre 2.5% y 3%. En este contexto, una política monetaria contractiva —con mayores tasas— podría profundizar aún más la desaceleración. Asimismo, la venta masiva de reservas para contener el tipo de cambio limitaría el margen de maniobra futuro y podría enviar señales de debilidad si no se sostiene en el tiempo.
Es el dilema clásico de política económica: defender la moneda o estimular el crecimiento. Ambos objetivos son válidos, pero difícilmente alcanzables a la vez en un contexto externo adverso y con espacio fiscal reducido.
Más allá de la coyuntura inmediata, es importante entender cómo llegamos hasta aquí. Desde el inicio de la actual gestión gubernamental en 2020, las autoridades económicas han mostrado incapacidad para diseñar e implementar una política fiscal estratégica, centrada en la inversión pública de calidad como motor del crecimiento sostenible. En lugar de una política fiscal contracíclica, enfocada en gasto de capital y proyectos dinamizadores, se ha optado por un enfoque conservador, muchas veces condicionado por las metas de déficit primario pactadas con organismos multilaterales. En nuestro caso particular, las autoridades han priorizado el gasto social, incrementando el número de pensiones solidarias, las tarjetas Supérate, la cobertura de SENASA y, muy especialmente, el crecimiento de las nóminas estatales. Todo esto ha dejado en manos de la política monetaria —es decir, del Banco Central— la tarea casi exclusiva de estimular la economía. Para cumplir ese rol, el Banco Central se ha visto obligado a reducir las tasas de referencia para impulsar el crédito y el consumo. Sin embargo, esa política monetaria expansiva tiene hoy un costo visible: ha debilitado el incentivo para mantener ahorros en pesos, alimentando la fuga hacia el dólar y contribuyendo a la actual presión cambiaria.
En otras palabras, una política fiscal pasiva ha sobrecargado a la política monetaria, llevándola a límites que hoy afectan directamente el tipo de cambio y la confianza en la moneda local.
En lugar de escoger un solo camino, lo prudente sería adoptar un enfoque equilibrado y coordinado entre las autoridades monetarias y fiscales. Revisar el impuesto a los intereses en pesos, al menos de forma temporal, podría ser una medida clave para recuperar la confianza en el ahorro en moneda local. Asimismo, es necesario mejorar el acceso a instrumentos de cobertura cambiaria, tanto para empresas como para ahorrantes, reforzar la comunicación institucional del Banco Central para explicar con claridad su estrategia y evitar pánicos innecesarios, e impulsar medidas fiscales contracíclicas que reactiven la inversión pública sin poner en riesgo la estabilidad macroeconómica. Finalmente, sería oportuno establecer una mesa de coordinación entre el BCRD y el Ministerio de Hacienda, con participación técnica y multisectorial, para monitorear de forma dinámica la evolución del mercado cambiario y de capitales.
En síntesis: la depreciación del peso dominicano no es un fenómeno aislado ni puramente especulativo. Es el resultado de una combinación de incentivos distorsionados, expectativas defensivas y limitaciones estructurales en la política económica. Reconocerlo es el primer paso para formular respuestas más inteligentes, menos reactivas y más sostenibles en el tiempo.
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